En las épocas de los reyes, de los duques y los condes, hubo un marqués que no tenía hijos. Un día cualquiera, no muy diferente de cualquier otro, su esposa yacía descansando en el jardín, cuando una serpiente, sibilina y reptando entre la hierba, se deslizó hacia su seno. No se le dio más importancia a tal evento hasta que, poco después, se supo la noticia de que se había quedado embarazada.
Aunque el embarazo transcurrió con normalidad, el parto causó conmoción entre las matronas, quienes aseveraban que la niña que nació portaba una serpiente alrededor de su cuello, la cual se escapó sin atacar a nadie de los presentes. La hija de los marqueses fue bautizada como Biancabella, y tuvo una infancia feliz y con los mayores de los cuidados. Así fue hasta que un día, cuando contaba diez años, la serpiente se le apareció en el jardín, y empezó a hablarle. El ofidio le confesó, nada más y nada menos, que era su hermana, Samaritana, y que se la obedecía sería feliz, de lo contrario se tornaría un ser miserable. La culebra le ordenó también llevar dos pozales, uno pleno de leche y otro de agua de rosas.
Biancabella se angustió y, de vuelta a su palacio, su madre sintió la pesadumbre en ella, y le preguntó. Sin responder, Biancabella pidió los dos cubos y, cuando se los hubieron llenado, los llevó al jardín. La serpiente le instó a bañarse dentro de ellos. A pesar de lo hermosa que Biancabella ya era, el baño le hizo más bella. Y, cuando su cabello fue peinado, de él se desprendieron joyas; y, cuando sus manos fueron lavadas, de ellas se derramaron flores.
Estos acontecimientos hicieron de Biancabella una joven todavía más atractiva, y los pretendientes se multiplicaron. Tras unas consultas y acercamientos, el padre de Biancabella, marqués, accedió al matrimonio de su hija con Ferrandino, monarca de un reino no muy lejano. La ceremonia se celebró por todo lo alto, con todos los agasajos y el lustro que el momento merecía.
Tras la boda, Biancabella buscó y llamó a Samaritana, su serpiente hermana, pero ésta no apareció. La recién casada se apenó porque pensó que había desobedecido a Samaritana, y triste buscó cobijo en su esposo. Por otro lado, la madrastra de Ferrandino, quien siempre había conspirado para casarlo con una de sus horrendas hijas, montó en cólera tras el casamiento.
Pasó el tiempo y Ferrandino hubo de partir a la guerra. Con él lejos, la madrastra llevó adelante su plan y ordenó a sus sirvientes secuestrar y acabar con la vida de Biancabella, portándole una prueba de su muerte. Los sirvientes la raptaron y, aunque no la asesinaron, le sacaron sus ojos y le sajaron las manos. De esta manera podrían engañar a la madrastra sin haber acabado con la vida de aquella joven tan adorable. La madrastra, pensando que su treta había salido como imaginaba, siguió adelante con sus designios, y extendió por el reino el falso rumor de que sus hijas habían fallecido. Dicho rumor iba acompañado también de otra falsedad: que Biancabella había perdido un hijo que esperaba y que una fiebre la estaba debilitando de forma severa y casi irreversible… Una vez la mentira corría de boca en boca, la madrastra colocó a una de sus hijas en la cama de Biancabella. Ferrandino, tan pronto retornó de la contienda, sólo pudo que angustiarse.
Biancabella, sin ojos ni manos, volvió a pedir ayuda a Samaritana, otra vez sin respuesta. Tuvo suerte de toparse con un anciano bondadoso, quien la quiso llevar de vuelta a casa a pesar de las reprimendas de su esposa, la cual al ver el estado de Biancabella daba por sentado que era una criminal que había sido apropiadamente castigada. Biancabella solicitó a una de las hijas de este vetusto matrimonio que le peinase la cabellera, hecho que la anciana reprobó porque, como bien decía, su hija no era ninguna sirviente. A pesar de ello, la chica peinó a Biancabella, y resplandecientes joyas brotaron de su pelo. Las alhajas sacaron a la honrada familia de la pobreza, y entonces sí que depositaron su confianza en la joven Biancabella.
Tras pasar un tiempo en su casa, la joven volvió a solicitar que la llevasen donde la habían encontrado, y esta vez todos accedieron de buen gusto. Una vez allí, Biancabella se desgañitó clamando por Samaritana, quien no aparecía ni a la de una, ni a la de dos, ni a la de tres. Tal fue la desesperación de Biancabella que pensó en el suicidio como vía de escape, y así hubiese procedido de no ser porque Samaritana irrumpió para salvarla. Fue entonces cuando Biancabella hubo de rogar el perdón de su hermana, la cual le devolvió los ojos y las manos. La magia no acabó ahí, pues la misma Samaritana se transformó en una mujer.
En vez de regresar de inmediato al lugar donde pertenecían, las hermanas volvieron con el matrimonio de ancianos y sus tres hijas, y en buena convivencia un tiempo permanecieron. Transcurrido éste, viajaron al reino no tan lejano de donde venía Ferrandino, y allí Samaritana erigió mágicamente una casa para todos.
Como parte de un instante que se antojaba inevitable, Ferrandino se cruzó con ellas, y éstas le contaron que habían acudido allí para poder vivir, pues habían sido exiliadas de manera forzosa. Sin pensárselo dos veces, el legítimo esposo de Biancabella obró en consecuencia, y convocó a todas las mujeres de la corte, incluida su madrastra, a que acudiesen al castillo. Una vez allí, Samaritana pidió a una cortesana que cantase, de forma anónima, la historia de Biancabella, esto es, sin citar los nombres de los verdaderos protagonistas. Aquello fue digno de presenciar y de escuchar, pues el arpa acompañó el más conmovedor de los relatos.
Samaritana, en voz alta pero evadiendo lo esencial, cuestionó cuál sería el castigo más apropiado para los ejecutores de las maldades de aquella historia. La madrastra, sabiéndose aludida pero tratando de escurrir el bulto, declaró que no habría correctivo más purificador que el de arrojar a la culpable a un horno al rojo vivo. Pero Samaritana lo sabía todo, y le contó al Rey Ferrandino la verdad: que su madrastra era la malvada de todo el relato que acabábamos de escuchar. Ferrandino, sin dudarlo un momento, ordenó su detención y condena a morir en el horno.
Eliminado el origen del mal del reino, Ferrandino saldó cuentas con aquellos que habían obrado bondadosamente en pos de su familia. Y así fue como se preocupó de que las tres hijas de los ancianos concertasen matrimonios de bien. Nupcias tales como la suya con Biancabella, pues ambos vivieron felices, y, después de ellos, también pudieron hacerlo sus hijos.