Aquella mañana Pinocho se levantó con ganas de aventuras….
En primer lugar haría una visita al hada, y luego se iría a casa con su padre, Geppetto.
Aunque el sendero estaba enfangado tras varios días de lluvia, Pinocho caminaba alegremente, saltando y brincando, hasta que, al doblar un recodo, se encontró con el camino cortado. Una enorme serpiente de ojos amenazadores, que despedía humo por la cola, yacía atravesada en el sendero.
Pinocho estaba demasiado asustado para intentar pasar, así que aguardó a una distancia prudencial a que la serpiente se moviera. Mas ésta permaneció donde estaba, observándole con su mirada profunda. Al fin, armándose de valor, Pinocho se acercó a la serpiente y le pidió amablemente que le dejara pasar.
Ante su asombro, la serpiente se tumbó y cerró los ojos. Hasta dejó de salirle humo de la cola. “Debe de estar muerta”, pensó Pinocho, y trató de saltar sobre su cuerpo. Pero no bien hubo dado el primer paso, cuando la serpiente se alzó furiosa y Pinocho salió despedido hacia atrás y fue a caer de cabeza en medio del barro.
La serpiente sólo había estado jugando, y al ver al muñeco agitándose y revolviéndose de bruces en el barro soltó una enorme risotada. Rió tanto, que de pronto estalló… ¡y se derrumbó!
Esta vez la serpiente sí estaba muerta, así que Pinocho se levantó, pasó por encima de ella y echó a correr. Después de tantos sobresaltos sintió mucha hambre, y al ver unas jugosas uvas en un campo, trepo a la verja para coger un racimo. Aquello fue un gran error, pues nada más alargar ” la mano sonó un fuerte “crac”, y las mandíbulas de una horrible trampa de hierro se cerraron en torno a sus piernas.
El pobre Pinocho estuvo gritando horas, pero no acudió nadie. Al fin, apareció un granjero en medio de la oscuridad.
—¡Vaya, vaya, qué tenemos aquí! ¡Con que has sido tú el que ha estado robando mis pollos! ¡Y yo que creía que eran las comadrejas!
—¡No he sido yo, de veras! ¡Sólo quería coger unas uvas!
—¡Quien quiera que sea capaz de robar uvas es capaz de robar pollos! Vendrás conmigo al corral. Esta mañana ha muerto mi perro guardián, y tú puedes ocupar su sitio.
¡Y, pese al espanto de Pinocho, el granjero le puso un grueso collar y le encadenó a la perrera!
—¡Si ves a esas comadrejas ladronas, te pones a ladrar! ¿Entendido?
El granjero fue a acostarse dejando junto al muñeco un cuenco con agua y un hueso.
Pinocho se acostó sobre la paja. ¡Qué desgraciado se sentía! Al fin, agotado de tanto llorar, se quedó dormido, mas no tardaron en despertarle unos extraños ruidos. En el corral había cuatro grandes comadrejas. Una de ellas se acercó a la perrera de puntillas y dijo:
—Buenas noches, Melampo.
—Yo no soy Melampo. Ha muerto. Yo soy un muñeco y estoy aquí como castigo.
—No importa, no importa. Haremos contigo el mismo trato que con Melampo. Si te quedas calladito y nos dejas llevarnos ocho pollos cada semana, tú recibirás un pollo bien gordito, ¿de acuerdo?
—Pues, pues… yo…
Antes de que Pinocho pudiera añadir nada más, las comadrejas abrieron la puerta del gallinero y se colaron dentro.
Rápido como el rayo, Pinocho cerró tras ellas la puerta, arrimó a ésta una piedra enorme, y se puso a ladrar con toda sus fuerzas. ¡Guau, guau, guau, guau! Las comadrejas aporrearon la puerta, mas fue inútil. El granjero vino corriendo con su escopeta, atrapó a las cuatro comadrejas y las metió en un saco. ¡Ya os tengo! ¡Iréis de cabeza al puchero, ladronas, más que ladronas! ¡Qué magnífico perro guardián! El granjero estaba tan satisfecho con Pinocho que lo dejó libre, y se despidió de él dándole las más efusivas gracias. El muñeco se alejó de allí tan aprisa como le llevaban sus piernas, y no paró de correr hasta llegar al bosque donde había vivido el hada. Sí, donde había vivido el hada, pues el pobre Pinocho no halló ni rastro de la casita de ésta. Sólo pudo leer una lápida de mármol con la siguiente inscripción:
“Aquí yace el hada que murió de pena cuando la abandonó Pinocho.”
¡Era una lápida sepulcral! Y cuando Pinocho leyó la inscripción, creyó que se le partía el corazón. Se arrojó al suelo, rompió a llorar y así permaneció toda la noche, sollozando amargamente.
—Pobre hada —gemía— ¿Por qué has tenido que morirte? Yo tengo la culpa. Debí hacerte caso a ti y no al malvado zorro. Y mi pobre padre, ¿qué habrá sido de él? Quiero quedarme con él para siempre y no me marcharé nunca más de casa. ¡Oh, hada! Te suplico que vuelvas a la vida. No me dejes solo aquí.
Pinocho deseaba morirse también. Entonces, en la tenue luz del amanecer, apareció una gran paloma revoloteando sobre la lápida y le dijo al muñeco:
—¿Eres tú, Pinocho? Te he estado buscando por todos lados.
Cuando Pinocho asintió con tristeza, el enorme pájaro se posó en el suelo a sus espaldas y le dijo:
—¡Debes venir en seguida! Tu padre, Geppetto, está a punto de partir. Hace tanto que no sabe de ti, que pensó que te habrías ido a otras tierras. Se ha construido un barco para cruzar el océano en tu busca.
Pinocho saltó a lomos de la paloma y se alejaron volando, por encima de las nubes. Tenía tanto miedo de caerse, que se agarró fuertemente con ambas manos. El viaje fue muy largo, tanto que volaron todo el día y toda la noche. A primeras horas de la mañana siguiente, la paloma dejó a Pinocho sobre una playa pedregosa.
Había allí una muchedumbre vociferando y señalando el mar.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Pinocho— Les suplico que me lo digan
—Un padre que ha salido en una pequeña embarcación en busca de su hijo perdido —explicó una vieja—.JPero ha estallado la tormenta y se va a ahogar.
Pinocho se encaramó a una elevad roca y dirigió la vista al mar. Efectivamente, allí a lo lejos estaba Geppetto, haciendo señas a la gente de orilla.
—¡Ya voy, papá! —gritó Pinocho—. ¡Yo te salvaré!
Pero en aquel momento una inmensa ola se abatió sobre el barco, y éste desapareció.
Pinocho se tiró de cabeza a las turbulentas aguas y nadó a través del temporal. Flotaba fácilmente porque era de madera, pero el viento pronto le hizo perder el rumbo. La lluvia caía a torrentes sobre el agua, tronaba y relampagueaba. Durante varias horas la tempestad zarandeó al muñeco como a un manojo de palitos, cuando de pronto una ola gigantesca lo sacó del agua y lo arrojó sobre una playa arenosa.
Agotado, Pinocho se quedó tendido en la playa mientras, poco a poco, el cielo se despejaba y el mar se calmaba. Puso sus ropas a secar al sol, y clavó la vista en el horizonte por si veía el barquito de Geppetto. Mas no vio nada. De repente, apareció un enorme pez nadando en la bahía, junto a la orilla. Pinocho le dijo: —Disculpe, señor Pez. —Tú dirás, joven —contestó el pez, que era un delfín, muy simpático por cierto.
—¿Ha visto una pequeña embarcación con mi padre a bordo?
—Vaya por Dios —dijo el delfín—, ¿con que ése era tu padre? Durante la tormenta una ballena se los tragó a él y a su barco. Pobre chico, me temo que no volverás a verle.
Tras esta breve conversación el delfín se alejó muy triste.
¡Pobre Pinocho! Primero pierde al hada y ahora a su padre, Geppetto. Se vistió y con el corazón abrumado por el dolor echó a andar por el camino que arrancaba de la playa. Al cabo de una hora llegó a un lugar llamado Pueblo de la Abeja Industriosa, donde las calles estaban atestadas de gente afanándose en su trabajo. No había nadie desocupado.
Esto no es para mí pensó Pinocho, yo detesto trabajar, como estaba muy sediento, le preguntó a una joven, que acarreaba dos cubos de agua, si podía tomar un trago.
-No faltaba más. Ten, bebe cuanto quieras.
Pinocho bebió con tal ansia, que se diría que era la primera vez que bebía agua.
—Si me ayudas a transportar estos cubos, te daré también un poco de pan y estofado.
—Pero yo odio trabajar. ¡No soy un burro de carga!
—¡Te daré un pedazo de budín de almíbar! —replicó la joven.
Pinocho tenía tanta hambre que no pudo resistirse.
—De acuerdo. Llevaré el cubo más pequeño hasta tu casa.
Subieron por el camino cargados con los pesados cubos, y tan pronto como entraron en la casa, la joven dio a Pinocho un pedazo de pan, estofado y budín de almíbar. El muñeco lo devoró todo como si jamás hubiera probado bocado.
Cuando hubo terminado, levantó la vista y miró a la joven… ¡Allí, ante él, vio el mismo rostro, con el mismo cabello y los mismos ojos, que había creído que nunca más volvería a ver!
—¡Oh, hada, si eres tú! ¡Estás viva! Pensé que te había perdido para siempre, como a mi papá. No sabes cuán desgraciado me sentía. No vuelvas a hacerme llorar, por favor.
Y con esto se tiró al suelo y se abrazó a sus rodillas.
El hada sonrió y le acarició la cabeza, luego le tomó en brazos y lo besó.
—Yo también me alegro de verte, Pinocho. ¿Te quedarás ahora conmigo como un buen chico? —¡Sí, lo prometo!