Sambo, el hombre araña, se rascó la cabeza y se sentó a reflexionar con calma. Al igual que los demás animales, había recibido una invitación para asistir a la fiesta de disfraces del rey Leo. Iba a celebrarse a las tres de aquella tarde y el disfraz más original obtendría un premio. Pero Sambo tenía un problema: no sabía qué ponerse.
—El conejo y el oso seguro que se presentarán vestidos con algo muy especial —murmuró—. Tendré que llevar un disfraz fantástico si quiero llevarme el premio. Se rascó la cabeza y estuvo cavilando y cavilando.
—¡Ya lo tengo! Qué idea tan brillante. Iré vestido de caballero con una armadura.
Sambo se puso inmediatamente manos a la obra. Llevó una carreta hasta un montón de chatarra que había en el camino y la llenó de objetos de metal. Había una vieja bañera con un agujero en el fondo que se ajustada perfectamente a su cuerpo. Encontró también una cacerola que se colocaría en la cabeza, dos fuentes de horno cuadradas que se pondría en los pies y un sinfín de latas que después de quitarles el fondo y atarlas con un cordel usaría para cubrirse los brazos y las piernas.
Al mediodía, el disfraz estaba listo para una primera prueba. Le caía casi perfecto.
“Pero no podré ir caminando a la fiesta con esto encima”, pensó. “Pesa demasiado. ¿Qué puedo hacer?”
No tardó en dar con la respuesta. Llevaría el traje en la carreta hasta el descampado donde iba a celebrarse la fiesta. Luego ocultaría el disfraz tras unos matorrales y se lo pondría poco antes de las tres.
Todo el mundo se llevaría tal sorpresa, que seguro que él ganaría el concurso.
Sambo escondió el disfraz tal como había pensado y regresó a casa convencido de que nadie le había visto. No se había dado cuenta de que cuando escondió el disfraz tras el matorral, el conejo y el oso se hallaban al otro lado del mismo.
—Es realmente excelente —dijo el oso—. Sin duda habría ganado el premio de no haberlo descubierto nosotros.
—Pobre Sambo —dijo el conejo—. Menudo chasco va a llevarse cuando compruebe que ha desaparecido.
Al cabo de unas horas, Sambo regresó junto al matorral. Había pensado que pasaría demasiado calor si se ponía la armadura sobre sus ropas, de manera que sólo llevaba una ligera sábana sujeta a la cintura.
Cuando vio que su disfraz había desaparecido, se quedó de piedra, mas pronto adivinó lo ocurrido. “Sólo el conejo y el oso serían capaces de hacerme esta mala jugada”, pensó, y se fue corriendo a la madriguera del conejo.
Llegó en el preciso instante en que ambos compinches se esforzaban por meterse en su disfraz, que consistía en una imitación igual del pellejo de un borrico. El conejo no conseguía aplastarse las orejas para poder encasquetarse la cabeza del burro. Y el oso tenía problemas para enfundarse en los cuartos traseros del animal.
—Apresúrate —dijo el conejo
—. Llegaremos tarde a la fiesta.
—Eso intento —contestó el oso
—. No te pongas nervioso. Tomaremos el atajo que atraviesa el campo de zanahorias del granjero José.
“Estos bribones me las pagarán”, pensó Sambo. “Le diré al granjero José que un extraño borrico se propone meterse en su sembrado.”
Minutos más tarde, un curiosísimo animal se introdujo torpemente en el campo de zanahorias del granjero José.
Las patas delanteras eran mucho más cortas que las traseras y la cabeza se alzaba tan sólo unos centímetros del suelo.
—Mira qué hermosas zanahorias —dijo el conejo relamiéndose.
—Sabes que no veo nada —contestó el oso—. Además, como no te pongas en marcha vamos a llegar tarde.
En aquel momento, el granjero José se acercó al extraño borrico por detrás. Sostenía en sus manos un recio palo y estaba que trinaba.
“Ese conejo y ese oso siempre andan detrás de mis zanahorias”, pensó. “Pues bien, voy a darles una lección que no olvidarán nunca.” Y golpeó con fuerza el lomo del bprrico.
—¡Ay! —gritó el oso, dando un tropezón— ¿Qué ha sido eso?
—No empujes —dijo el conejo—. No puedo ir más deprisa.
El granjero José volvió a sacudirles tan fuerte que el oso se desplomó sobre el conejo.
—¿Pero qué diantres te pasa? —preguntó el conejo, mientras trataba de salirse de debajo del oso.
En aquel momento recibió un porrazo en la cabeza, y el oso otro en el lomo. —¡Socorro! -gritaron al unísono—.
¡Nos está atacando un loco! Mientras se sucedían los golpes violentos y continuados, ambos se esforzaban denodadamente por escapar. El borrico era un revoltijo de patas, hasta que por fin el pellejo se desgarró en dos y los amigos salieron corriendo a través del sembrado.
Sambo no había visto nunca nada tan cómico. Riendo a carcajada limpia se alejó de allí, encaminándose directamente al descampado donde iba a celebrarse la fiesta. De pronto se encontró con un tropel de animales disfrazados que se reían de él a carcajada limpia.
—Fijaos en el pequeño Sambo —dijo el mono—. ¿Dónde habrá dejado el chupete?
-Es demasiado jovencito para venir aquí solito —rió la serpiente.
-Qué frío ha de pasar tapado sólo con este pañal —se mofó el cerdo.
Sambo agachó la cabeza avergonzado. ¡Los animales creían que la sábana era un pañal! ¡Ojalá no se le hubiera ocurrido nunca lo de la armadura!
Entonces, el Rey Leo, pidió silencio a todos los animales, y se enfadó con los que se estaban riendo de Sambo; cómo el rey Leo conocía todo lo que le había ocurrido a Sambo, ya que otros animales se lo habían contado, quería recompensarle por el mal trago que le habían hecho pasar el conejo y el oso, entonces se subió sobre el más grande de los elefantes y se dispuso a nombrar al ganador, y cuál no fue la sorpresa de todos los concursantes al oír estas palabras:
—Sólo a ti, Sambo, se te ocurriría presentarte vestido de bebé. Tu atuendo es tan original que mereces el premio.
Los otros anímales estaban de acuerdo, hacía mucho que no se divertían tanto en una fiesta de disfraces.