Yo soy Simbad, el mercader de Bagdad. Tal vez me recordéis. Mis viajes me han llevado a afrontar toda clase de peligros. Pero, ¿os he hablado de aquella vez que atracamos junto a…? No, creo que no. Pues bien, voy a contároslo.
Después de mis aventuras en el Valle de los Diamantes, había amasado tal fortuna que pensé que nunca más volvería a marcharme de Bagdad. Pero muy pronto empecé a echar de menos el mar, así que decidí ir a Basora y zarpar en un barco extranjero en busca de más aventuras.
El barco era pequeño y el sol calentaba mucho, y los tripulantes no tardaron en sentirse fatigados y de mal humor. Así que cuando el vigía divisó una pequeña isla en el horizonte, nos pusimos todos a dar vítores y a escudriñar la lejanía.
—No la encuentro en ninguno de mis mapas —dijo el capitán.
—No importa —contesté— Al menos, podremos bajar a tierra y correr.
El capitán decidió poner rumbo a la isla, que casi parecía moverse mientras se recortaba refulgente sobre el cielo. Sus acantilados eran grises, pero las bajas colinas tierra adentro aparecían verdes y acogedoras, con bandadas de pájaros que volaban trazando círculos en el cielo.
—¿Podemos llevarnos a tierra un barril de cerveza, mi capitán? —preguntó un marinero.
El capitán accedió y atracamos frente a la isla.
Todos, excepción hecha del capitán, bajamos a la playa y nos dispusimos a encender una hoguera con madera que flotaba a la deriva. Luego ensartamos unos tiernos pedazos de carne en unas varillas de hierro y los asamos sobre el fuego.
Pero como yo me considero un buen musulmán y jamás tomo bebidas alcohólicas, dejé a los marineros bebiendo cerveza y fui a dar un paseo por la playa. Me sorprendió comprobar que no se trataba de una playa de arena, sino que era al mismo tiempo suave y dura al tacto. Flotaba en el ambiente un penetrante olor a pescado.
De pronto, los pájaros que estaban posados sobre las verdes algas y los crustáceos levantaron el vuelo chillando. Toda la isla pareció estremecerse como por los efectos de un terremoto, y caí de rodillas. La voz del capitán apenas se podía oír debido al estrépito provocado por las gaviotas:
—¡Una ballena! ¡Una ballena gigantesca! ¡Subid a bordo!
Yo dirigí la vista al mar, mas no vi señal de ballena alguna. El capitán empezó a soltar amarras. Los marineros gritaban y corrían hacia el barco. ¿Era posible que el capitán nos abandonara en aquella isla gris?
Súbitamente, de un hoyo que había junto a mis pies brotó un chorro de agua. Era como un inmenso surtidor que surgía de la tierra y que me caló hasta los huesos.
El capitán volvió a dar voces, mas yo apenas lograba entender lo que decía.
—Debo soltar amarras… ¡Una ballena!
¡El fuego ha despertado a una ballena!
¡En un terrible y escalofriante momento comprendí la realidad! ¡No nos encontrábamos en una isla, sino sobre el dorso de una ballena gigante! Se había quedado dormida en medio del ancho y silencioso océano, reuniendo sobre su dorso los crustáceos, algas marinas y hierbas de los siete mares.
La hoguera encendida por los marineros había chamuscado su espalda y se había despertado enfurecida.
Y yo, Simbad, me hallaba de pie sobre su inmensa cabeza mientras el cetáceo exhalaba aliento a través de su enorme espiráculo.
El temor me heló la sangre y me encogió el corazón cuando el monstruo alzó
su poderosa cola y batió con ella las olas hasta reducirlas a blanca espuma. ¡Iba a sumergirse!
Algunos marineros consiguieron alcanzar nadando el barco. Otros fueron arrastrados hasta el fondo por el remolino de la corriente. Yo me debatía en el agua, rezando para salvar mi vida, cuando el barril de cerveza vacío apareció flotando junto a mí y me abracé a él.
Exhausto, permanecí flotando en la superficie del océano, pidiendo socorro.
Mas el barco hacía mucho que se había alejado y yo flotaba a la deriva, solo, a cientos de millas de mi casa.
Durante toda la noche los peces jugaron a mordisquear mis pies. Cuando comenzó a clarear, apareció en el horizonte una pequeña isla, como una nube verde. La miré esperanzado y me dirigí hacia ella moviendo fatigosamente los pies y las manos.
Al aproximarme, la sorpresa y el terror hicieron que mi corazón se pusiera a latir violentamente.
—¡He dado con mi fortuna o mi muerte! —exclamé—. Esta es seguramente la Tierra de las Serpientes Marinas, donde pepitas de oro adornan la playa, guardada por monstruosas serpientes que devoran a los marineros.
Mi barril alcanzó la costa y yo bajé a ella. Un riachuelo de agua dulce llegaba a la playa procedente de un manantial entre los árboles y arbustos.Y en él flotaban fruta fresca, sabrosos melocotones y jugosas bayas. Elevando una oración de gratitud, apagué la sed y sacié mi hambre.
Entonces pude comprobar cuántas riquezas yacían a mi alrededor. En lugar de arena, unas dunas de oro se amontonaban a lo largo de la playa. “Construiré una balsa”, me dije, “y me llevaré a Bagdad todo el oro que pueda”.
Pronto reuní la madera suficiente para construir una pequeña balsa, que amarré con largas tiras de mi turbante. Llené el barril de fruta para la larga travesía que me aguardaba, lo coloqué sobre la balsa y llené mis holgados pantalones con polvo de oro; apenas si podía mover las piernas.
Entonces oí un penetrante silbido. Levanté la mirada y vi que los árboles de un extremo de la playa comenzaban a moverse. De repente, una enorme cabeza, listada y reluciente, se alzó por encima de los árboles más altos y unos brillantes ojos se clavaron en mí sin parpadear.
Seis, siete, hasta ocho serpientes inmensas se deslizaron por la playa, luciendo al sol sus afiladas lenguas.
Al llegar a la orilla, me precipité aterrado sobre mi balsa y me dirigí mar adentro remando furiosamente. ¡Pero las serpientes marinas emprendieron mi persecución a través del agua! Sus escamosos e irisados cuerpos llegaron a circundarme. Luego, abrieron sus bocas y comenzaron a devorar la balsa como si se tratara de simples ramitas. De sus temibles fauces brotaba veneno.
Desesperado, vacié el barril lleno de fruta y me metí dentro. Allí permanecí encogido como la yema en un huevo de madera.
El barril empezó a girar mientras las serpientes nadaban alrededor del mismo. Una de ellas cerró sus fauces en tomo al barril, mas éste era demasiado grande y no consiguió engullirlo. Acabó por escupirlo y se alejó, silbando enfurecida.
Todas las serpientes, una por una, intentaron devorarme, pero ninguna consiguió tragarse el barril. Al fin, se alejaron reptando por entre bancos de arena hacia la orilla de la Tierra de las Serpientes Marinas.
La corriente volvió a impulsarme mar adentro, donde permanecí flotando a la deriva por espacio de tres noches y tres días. Me hallába dormido cuando, de improviso, el barril chocó con el costado de un barco y escuché una voz que sonaba sobre mí.
¡Era mi barco! El capitán seguía buscando a los supervivientes del episodio de la ballena. El hombre se quedó estupefacto al verme asomar la cabeza por el barril de cerveza, ¡y más estupefacto todavía al verme cubierto de oro!
En cuanto a mí, todavía no he salido de mi asombro al verme de nuevo aquí en Bagdad, sano y salvo. ¡Y todavía más rico que antes!