CAPÍTULO I
Érase una vez una bella isla situada en el centro de un enorme lago, donde vivía, en el corazón de un viejo roble, una familia de ardillas. En total eran tres: Padre, Madre y Cola de Seda, y eran la familia más feliz que se puede imaginar.
El Padre Ardilla trabajaba mucho durante todo el día, recogiendo y guardando nueces para que hubiera suficiente comida en la despensa cuando llegara el invierno, y si Madre Ardilla no estaba ocupada con las tareas de la casa, también ayudaba a recoger nueces, que escondía en los lugares más insospechados, para que las ardillas perezosas no pudieran encontrarlas.
Sabía que algunas pícaras ardillas remolonas jugaban durante todo el verano, y cuando llegaba el frío, sus pobres bebés lloraban a veces porque tenían hambre. No es que ella no ayudase a la gente que estaba en apuros, porque era una madre buena y compasiva, pero sabía por experiencia que las ardillitas que no trabajaban recogiendo nueces cuando estaban al alcance de todos, se servían de los almacenes de los demás si tenían la ocasión. Un día, mientras la Señora Ardilla estaba planchando unas ropitas de Cola de Seda, oyó un golpe en la puerta. Era un mensajero del Señor Caballero Ardilla, que invitaba a Cola de Seda a una fiesta sorpresa para su hijita Piel Suave. Cuando Cola de Seda llegó saltando a cenar aquel día, y vio una cosa rosa asomando por debajo de su plato, ya os podéis imaginar lo encantada que se sintió cuando la sacó y descubrió que se trataba de una invitación a una fiesta, porque las fiestas eran muy escasas en la isla. Estaba prevista para cuando los veraneantes se fueran, porque no era seguro hacerla mientras ellos estuvieran. Con los veraneantes, siempre había algún niño con un rifle deseando comerse una empanada de ardilla. En invierno hacía demasiado frío, y en primavera escasamente quedaba comida suficiente para las comidas normales, y mucho menos para una fiesta. Así que este era el momento ideal, y Cola de Seda se sintió más feliz que en toda su vida.
CAPÍTULO II
El día de la fiesta, después de comer, la Señora Ardilla lavó, cepilló y peinó a Cola de Seda hasta que le dolió, y pensó que tendría que dar un grito o dos. Después la vistió con uno de los vestidos más bonitos que había visto en su vida. Cola de Seda tenía incluso unos zapatos nuevos con grandes lazos rosas. –Tienes que estar a la altura, cariño –dijo la madre, mientras le ataba los cordones de su lindo sombrero
–y además
–insistió, mientras le besaba por vigésima vez al menos
–, ten mucho cuidado con tus modales, no pierdas el regalo (un pañuelo de encaje monísimo con pájaros azules en los bordes), ve derecha ahí y vuelve sin entretenerte antes de que anochezca.
Ya sabes que la vieja Gata Atigrada adora cenar ardillitas, y le dará lo mismo que lleves tu mejor vestido de fiesta. Los gatos a veces son tan taimados… –añadió.
La Señora Ardilla siguió a Cola de Seda por el camino durante un rato, hasta que al volver un recodo, la pequeña se volvió, agitó la mano como despedida y se perdió de vista. La Señora Ardilla suspiró mientras volvía a casa, esperando que todo le saliera muy bien a su hijita aquel día. La propia Cola de Seda estaba encantada, y después de despedirse de su madre, su mente se llenó de las cosas agradables y ricas que sabía que iba a encontrar en la fiesta. Sus ojitos pardos parecían bailar mientras ella pensaba en las exquisiteces que le aguardaban. No había llegado muy lejos cuando oyó una vocecita gritando: –¡Por favor, ayúdenme! ¡Me duele mucho! Y al mirar alrededor vio un pobre ratoncillo cuya cola se había quedado atrapada entre dos piedras. –¡Un momento! –dijo Cola de Seda, y después de dejar cuidadosamente su pañuelo y su abanico en el suelo, intentó mover las piedras que aprisionaban la cola del pequeño Timmy Ratón. Al principio pensó que no lo conseguiría, pero encontró un bastón de buen tamaño y con él logró levantar la piedra lo suficiente para que el pobre Tim se soltara. Estaba muy contento de encontrarse libre, dijo éste, no sólo porque la piedra le hacía un daño terrible, sino porque temía que la vieja Gata Atigrada pasara por ahí en cualquier momento. –No sé expresar cuánto te lo agradezco –le dijo –, pero quizá algún día pueda hacer algo por ti. –No tiene importancia –contestó Cola de Seda, recogiendo de nuevo sus cosas.
Dile a tu madre que te ponga un poco de árnica en la cola, y verás como deja de dolerte –y se perdió de vista –Debo darme prisa –pensó –, no me gustaría llegar tarde a la fiesta.
CAPÍTULO IV
–¡Cielos! ¡Te has salvado de milagro! –exclamó Cola de Seda, deteniéndose junto a un diminuto pájaro carpintero que había caído al suelo –Tu madre debe ser muy descuidada para dejarte caer. –No –contestó el pequeñín –, Madre ha ido a buscar comida, y yo jugaba demasiado cerca del borde del nido y me caí. En ese momento llegó la madre del pájaro carpintero, y alarmada porque les hubiera sucedido algo a sus bebés, se lanzó volando contra Cola de Seda, mientras gritaba: –¿Qué haces aquí? –No les estoy haciendo daño a sus hijos –dijo Cola de Seda –Sólo estaba poniendo a su pequeñín otra vez en el nido. Se ha caído al suelo y no podía volver solo. Ha sido una suerte que lo viera, porque casi lo piso.
A estas alturas, la Señora Carpintero ya se había tranquilizado, y estaba consternada por haberle hablado de forma tan brusca. –Por favor, discúlpame –dijo –Estaba tan asustada que no sabía lo que decía. Te lo agradezco infinito, y si algún día necesitas una amiga, házmelo saber y haré todo lo que pueda para ayudarte. Cola de Seda no se detuvo a hablar más rato. Sabía que cada vez estaba más cerca de la fiesta, así que se apresuró.
CAPÍTULO V
–Bueno –pensó Cola de Seda –Ya no vuelvo a detenerme, no importa lo que suceda. Me daré prisa y no pararé hasta que llegue a la casa del Caballero Ardilla. ¡Vaya, ya debe haber empezado la fiesta! –pensó, mientras miraba a su relojito de pulsera. Y mientras lo hacía, oyó un ruido entre las hojas del borde del camino. –No voy a detenerme –pensó –Haré como si no he oído nada. Pero sólo había dado unos pasos, cuando tuvo que volverse a mirar si algo iba mal. Era una criatura tan compasiva que no podía ir a divertirse sabiendo que quizá hubiera pasado de largo por donde había alguien sufriendo.
–¿Qué sucede? –preguntó casi con impaciencia, mirando hacia donde parecía oírse el ruido. –¡No hace falta que te enfades! –dijo un murcielaguito que estaba tendido en el borde del camino –¿Te importa levantarme y colgarme de ese viejo árbol? Supongo que me he quedado dormido y me he soltado de la rama. ¡No, no! ¡Así no! –dijo, mientras Cola de Seda intentaba colocarlo en la rama –Cuélgame boca abajo. Es así como duermo. –Muy bien –contestó Cola de Seda –Ahí tienes, boca abajo. Ahora espero que todo esté bien. –Sí, gracias –dijo el murciélago –Ya puedo volver a dormirme, e intentaré tener más cuidado.
–Pero antes de que te vayas –continuó él –, quisiera que me dieras tu nombre y dirección. La pondré en mi bolsillo y acaso algún día pueda serte útil, por haber sido tan amable conmigo hoy. Cola de Seda le dijo en tan pocas palabras como pudo su nombre, dónde vivía y a dónde se dirigía, y después, haciendo un gesto de adiós con la mano, recogió sus cosas y echó a correr más deprisa que nunca.
–¡Oh, cielos! –suspiró –Ya casi podría volverme a casa, tan tarde es. Seguro que ya se habrán comido el helado y todas las golosinas antes de que yo llegue. Ojalá la gente no fuera tan descuidada y diera tanta faena a los demás. Estoy harta de todo, y espero que sea la última vez que me entretengo. Tan excitada estaba la pobre Cola de Seda que tomó el camino de la izquierda en lugar del de la derecha, y anduvo una buena distancia antes de descubrir que algo iba mal. No sabía qué hacer, y se asustó tantísimo que se tuvo que sentar y se puso a llorar amargamente. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí: empezó a recordar lo que había sucedido desde que su madre le dio un beso de despedida y se preguntó si sería capaz de encontrar el camino de vuelta sin que antes le atrapara esa espantosa Gata Atigrada. –Si consigo salir de este apuro –pensó –, no volveré a detenerme en mi vida a ayudar a nadie. Si hubiera ido derecha a la fiesta y hubiera dejado que los demás se ocuparan de sí mismos, ahora estaría a salvo. Con el pensamiento de que era la criatura más desgraciada del mundo, rompió de nuevo a llorar. –¿Me darías esas lágrimas, por favor? –Cola de Seda oyó preguntar a una vocecita –Me estoy marchitando y pronto moriré si alguien no me da de beber.
Cola de Seda miró al suelo y vio una diminuta campanilla toda mustia, y con aspecto muy triste. –Aquí los árboles no son muy gruesos –dijo –No consigo lluvia ni rocío, y como hoy las hadas tienen una gran fiesta, se han olvidado de mí. Para entonces, las lágrimas de Cola de Seda ya se habían secado, pues al ver a alguien en apuros le había hecho olvidar sus propios problemas. –No puedo darte mis lágrimas –dijo –porque ya se han secado, pero puedo traerte un poco de agua del arroyo. Y dejando de nuevo en el suelo su pequeño abanico y su pañuelo, marchó rápidamente al arroyo a buscar el agua. No tenía con qué llevarla, así que hizo un cuenco con las manitas, y estaba saltando de una piedra a otra cuando su piececito resbaló y acabó en el agua.
–¡Oh, mi zapatito! –se lamentó Cola de Seda, al ver el precioso lazo todo mojado y lleno de barro –ahora ya no puedo ir a la fiesta. Hizo lo que pudo por quitar el barro y ahuecar el lazo, y después recogió más agua y se la llevó a la pequeña campanilla, que esperaba impaciente su vuelta. –Aquí tienes, ahora alza la cabeza y sé feliz –dijo Cola de Seda mientras echaba el agua alrededor de sus diminutas raíces –Si quieres más, te la traeré, y después tengo que encontrar la forma de volver a casa, pues me he perdido en el camino a la fiesta de Piel Suave. La pequeña campanilla ya estaba bien fresca después de su frenético trago, y le dijo a Cola de Seda cuál era la dirección para llegar a casa de Piel Suave.
CAPÍTULO VII
Después de dar las gracias a la florecita, volvió a ponerse en marcha y estaba tomando el último recodo cuando vio en el camino a la vieja Gata Atigrada. Cola de Seda no se quedó a mirar más que un instante. Sabía que tenía que moverse aprisa si quería escapar, así que dio media vuelta, gritó con todas sus fuerzas pidiendo ayuda y corrió tan deprisa como se lo permitieron sus piernecitas. Pero después de una caminata tan larga estaba ya cansada, y no pudo correr durante mucho tiempo. La vieja Atigrada ya la estaba alcanzando cuando la Señora Carpintero, que había oído el primer grito de auxilio de Cola de Seda, llegó volando rápidamente a su rescate. Se lanzó sobre la cabeza de la vieja Gata, y comenzó a picotearle furiosamente. La vieja Atigrada se quedó tan sorprendida que se cayó de cabeza en un agujero al borde del camino y pasaron unos minutos hasta que pudo recobrarse lo suficiente para mirar hacia arriba y descubrir quién le había atacado. Al hacerlo, una enorme piedra cayó de la nada dentro del agujero, atrapándole la cola. Al pequeño Timmy Ratón (porque era él el que había enganchado la cola de la vieja Gata Atigrada) le costó un rato atreverse a mirar dentro del hoyo para ver si su plan había funcionado. –Así que eres tú, ¿eh? –dijo Atigrada, mirando fijamente a Timmy. Esa mirada fue suficiente para el pequeño Timmy, que salió disparado hacia su casa a toda velocidad.
CAPÍTULO VIII
Para entonces ya era muy tarde, y la pobre Cola de Seda, aún agradecida de haber escapado de la vieja Gata Atigrada, tenía mucho miedo de encontrarse con algún peligro a cada paso que diera. De repente, una voz dijo a su lado: –No temas, sígueme de cerca, pues yo veo muy bien en la oscuridad. Tú me echaste una mano durante el día, y ahora yo puedo ayudarte por la noche. Con estas palabras, el Señor Murciélago (porque era el mismo que ella había ayudado esa tarde cuando el animalito se cayó del árbol) la tomó de la mano, y la guió hasta la casa de los Piel Suave, donde todos la estaban esperando. Después de que la Señora Carpintero se lanzara sobre la Gata Atigrada, había volado hasta la fiesta para contarles la experiencia de la pobre Cola de Seda, y para pedirles que siguieran con la fiesta un poco más de tiempo.
CAPÍTULO IX
Y desde luego, fue una fiesta fabulosa. La habían organizado en el hermoso césped, y la luna había aparecido tan brillante que los pequeñines jugaron a todo lo que habían previsto para las horas de luz. Había nueces, manzanas, caramelos, todo tipo de golosinas para comer, divertidos juegos para distraerse, y bailaron a la luz de la luna hasta que cantó el chotacabras, y eso fue el toque de queda para todo el mundo. Como era tan tarde cuando Cola de Seda llegó a la fiesta, la Señora Piel Suave envió un mensaje a su madre, diciéndole que dormiría en su casa y la mandaría de vuelta a primeras horas de la mañana siguiente.
Así que después de que terminara la fiesta y todos los pequeños se fueran a sus casas en el bosque, la Señora Piel Suave metió a Cola de seda y a su hija en la camita de ésta, les dio un beso de buenas noches, escuchó sus oraciones, y se fue sin hacer ruido a su cuarto, en la parte opuesta del gran roble.
CAPÍTULO X
Cola de Seda estaba demasiado cansada incluso para soñar con las muchas experiencias que había tenido aquel día, y se durmió rápidamente. A la mañana siguiente temprano, tal como había prometido, la Señora Piel Suave se encargó de que llevaran a Cola de Seda a casa bien protegida. Su madre la esperaba ansiosa en la puerta, y las dos se sintieron muy felices de sentir los brazos de la otra alrededor del cuello. Madre Ardilla besó a su hijita después de que le contaran todas las aventuras que había pasado, y enjugándose las lágrimas de los ojos, dijo: –Después de todo, querida Cola de Seda, ya ves que no se pierde nada siendo amable con los demás. Ya estás a salvo y de vuelta en casa, y me alegro mucho de que disfrutaras de la fiesta.