Érase una vez una soleada mañana de verano, en la que la brisa rizaba las nubecitas blancas en el cielo azul, y los prados estaban llenos de ranúnculos dorados. Era el día ideal para recoger miel. Eso era lo que pensaron las abejas, y todas se apresuraron a ponerse su chaqueta de terciopelo pardo, para salir a trabajar rápidamente. Todas menos el zángano Patoso. Al zángano Patoso no le gustaba trabajar. Pero cuando las otras abejas se iban, la colmena resultaba aburrida, y estaba oscura, así que salía al sol y volaba pausadamente de flor en flor. Pero era tan lento trabajando, y se paraba a descansar con tanta frecuencia que no recogía casi nada de miel. Ese día, durante uno de esos descansos, mientras se mecía perezosamente de un lado a otro dentro de la corola de una rosa silvestre, oyó una risa cerca. Patoso miró hacia arriba, y sobre ella, balanceándose despreocupadamente en el borde de un pétalo rosado, vio a una diminuta mariposa. Sus alas tenían unos colores muy bellos, y además era muy pequeña para ser una mariposa, no mucho mayor que la propia Patosa.
Bueno, Patoso –dijo con una vocecita delicada
¿No estarás desperdiciando esta hermosa mañana atareada con tus tarros de miel? ¿Cómo puedes ser tan tonto? Yo, cuando tengo hambre, bebo todo el néctar que me apetece, ¡pero no malgasto mi tiempo recogiendo miel para que se la coman otros! Patoso agachó la cabeza, pero no contestó porque no le gustaba que se rieran de él.
¡Ven conmigo! –continuó la mariposa
Te enseñaré algo mucho más entretenido. Hay un baile de hadas esta noche en el musgo bajo el gran roble. Necesito pareja, y tú eres el adecuado. »
La verdad continuó la mariposita, es que a las hadas no les interesan mucho las abejas, esos bichitos tan sensatos y rutinarios. No sabéis hacer nada más que trabajar y acumular miel para que la usen otros.
Entonces ¿porqué quieres llevarme? –preguntó Patoso.
Bueno, lo cierto es –dijo la mariposa en tono despreocupado que tampoco me importas mucho, pero tu ropa es muy bonita. Siempre me gustó el terciopelo marrón. Además, necesito a alguien que me acompañe esta noche, y tú puedes servir.
Ven dijo, volaremos sobre las praderas y veremos cómo es el mundo al otro lado de la colina. ¡Nos vamos a divertir mucho! A Patoso le gustaba cualquier cosa que le evitara trabajar, así que estuvo encantado de ir con la bella mariposa, y se marcharon juntos volando sobre los prados. Estuvieron todo el día jugando y retozando y en todo ese tiempo ninguno de las dos trabajó ni siquiera un poquito. La pequeña mariposa encontró una gran hoja verde de suave superficie, y ahí estuvo enseñando a bailar a Patoso.
Tienes que aprender a bailar para esta noche –le dijo o no les gustarás nada a las hadas. Cuando llegó la noche y las luciérnagas comenzaron a encender sus luces por la hierba la mariposita llevó a Patoso al baile de las hadas. Era al pie del gran roble, un hueco tapizado de verde musgo. Todo alrededor había diminutos taburetes de bellota que les había dado la ardilla que vivía en la copa del árbol, para que las hadas descansaran cuando estuvieran fatigadas de bailar. Y en un extremo había un pequeño trono para el rey y la reina de las hadas. El techo estaba hecho de hojas verdes, y entre ellas colgaban luciérnagas para iluminar la pista de baile. Patoso no había visto en su vida nada tan bonito como esta sala de baile de las hadas. Poco a poco, también las hadas comenzaron a llegar, y la sala lució aún más bella, porque llevaban vestidos hechos con todo tipo de flores: azules, blancos, rosas, montones de encajes de tela de araña, perlas y diamantes tallados de gotas de rocío. El rey y la reina, también, lucían trajes tejidos con dorados rayos de sol y deslumbrantes estrellas plateadas Patoso estaba aturdido, pero todo el mundo parecía contento de verle, y todos fueron muy amables con él.
¿Quién es ese bichito de marrón? –preguntó la reina, lanzando una aguda mirada desde su trono al extremo del salón. Es Patoso, el amigo de Mariposa –le contestó un hada que estaba a su lado.
Ve a decirle que se acerque –ordenó la reina Quiero bailar con él.
Así que Patoso bailó con la reina de las hadas, y se sintió más orgulloso y feliz de lo que nunca había estado. Y cuando al final acabó el baile, y todas las hadas ya se habían marchado, se fue a dormir en una flor de malva real, y soñó con todo lo que había pasado. No obstante, a la mañana siguiente se acordó de su propia reina y regresó apresuradamente a la colmena. Pero la pequeña mariposa no pareció muy contenta de que lo hiciera.
¿Por qué tienes que volver a esa mugrienta colmena? –preguntó Tu ropa es tan bonita como siempre, y a todas las hadas les gustas. Además, dentro de unas noches, el rey y la reina presiden la corte, y otra vez será muy divertido. ¡Quédate conmigo y sé feliz! Patoso lo estaba deseando, así que a partir de ese día con la mariposita no hizo nada más que jugar, y no pensó en nada que no fuera agradable, porque los días del verano eran cálidos y luminosos, y el invierno se veía muy lejano. Las flores rojas de los tréboles se agitaban y le hacían señas.
¡Hoy tenemos mucha miel dulce para ti, Patoso! Y los ranúnculos también le llamaban para que se posara en ellos a recoger su néctar, pero Patoso pasaba de largo volando y simulaba no oírles. Las otras abejas lo miraban y sacudían la cabeza, y una de ellas le contó a la reina lo que Patoso estaba haciendo. Entonces, la propia reina salió de la colmena para hablar con él, y todas las demás abejas salieron con ella.
¿Qué estás haciendo, Patoso? –preguntó Creímos que estabas muerto. No, contestó Patoso muerto no, ¡sólo me estoy divirtiendo! Y si ahora no trabajas, ¿qué harás cuando llegue el invierno? – preguntó la reina. Patoso agachó la cabeza, porque no sabía qué responder. Pero la mariposa se rió. ¡El invierno está muy lejos! –dijo con su vocecita suave, y volvió a reír. Entonces la reina se puso furiosa. ¡No vuelvas nunca a la colmena! –dijo No queremos abejas que no trabajen. Le dio la espalda a Patoso y entró en la colmena, seguida de todas las demás abejas. Pero a Patoso no le importó nada, porque los días eran todavía cálidos y luminosos y el invierno parecía muy lejano.
Todas las mañanas, la mariposa y él jugaban en las soleadas praderas, y cuando oscurecía y los ruiseñores cantaban su canción de buenas noches al mundo, se mecían hasta dormirse en las flores de malva real y descansaban hasta el día siguiente. Pero llegó el día en que se fue el sol y las noches se hicieron cada vez más oscuras y frías. Las hadas ya no volvieron a bailar en el musgo bajo el gran roble, y las luciérnagas ya no alumbraban con sus colas.
Creo que debería volver a buscar mi capullo. Las noches son frías y me ayudará a mantenerme caliente. Pero ¿qué haré yo? –preguntó patoso ¡Yo no tengo capullo! Pues lo siento por ti, pero no puedo ayudarte con eso –contestó la mariposita. Después, riendo, salió volando y Patoso no volvió a verla más. Pero las noches siguieron haciéndose más y más frías, tan frías que Patoso no podía mantenerse caliente. Y aunque buscaba comida durante todo el día, no encontraba néctar, porque las flores se habían muerto y el invierno había llegado. Así que patoso fue a ver a la ardillita roja que vivía en el gran roble. Era ella la que había regalado los taburetes de bellota a las hadas, y siempre había sido muy amable y generosa. Patoso estaba convencido de que le ayudaría, así que llamó a su puerta.
¡Por favor, señora Ardilla! –pidió ¡Estoy helada y hambrienta! ¡Por favor, déjeme entrar! Pero la ardilla echó un vistazo por la mirilla de su puerta y no le dejó entrar. ¡Te conozco! –exclamó ¡Tú eres la abeja que no ha hecho nada más que bailar con las hadas! Yo he trabajado todo el verano y ahora tengo un montón de nueces para comer. ¿Por qué no trabajaste tú también? –y le cerró la puerta en las narices. Luego, como no se le ocurría nada mejor, Patoso volvió a la colmena y llamó a la puerta.
¡Por favor, dejadme entrar, queridas abejas! –pidió ¡Estoy helado y hambriento! ¿Dónde has estado, Patoso? –preguntó la reina Creímos que a estas alturas ya estarías muerto. No, muerto no –contestó Patoso. Sólo helado y hambriento. ¡Por favor, querida reina, déjame entrar! ¡Trabajaré para ti todo el día!
No, replicó la reina ahora no hay nada que hacer. ¡No te dejaremos entrar! –y las abejas cerraron la puerta de la colmena. Así que el pobre Patoso se encontró sin ningún sitio a donde ir. El viento soplaba cada vez más frío, y no había nada en el mundo para comer. Una noche gélida y oscura, en la que se sentía famélico, Patoso se arrastró bajo una hoja muerta, se acostó boca arriba, y así estuvo toda la noche, porque estaba demasiado débil y cansado para darse la vuelta. Estaba casi muerto, y en pocos minutos lo hubiera estado del todo, pero de pronto escuchó un suave susurro, y una dulce vocecita que decía:
Las hadas están preocupadas por ti, Patoso, porque nos ayudaste a divertirnos. ¿Quieres venir y trabajar para nosotras y aprender a vivir como una abeja? ¡Oh, sí! –contestó Patoso ¡Haré cualquier cosa por vosotras si me aceptáis! ¡Estoy tan helado y hambriento…! Y Patoso se fue a trabajar para las hadas. Todo el invierno estuvo haciendo para ellas chaquetitas de terciopelo pardo como la suya, para que estuvieran calientes cuando soplaran los fríos vientos. Pero cuando al fin volvió la primavera, la reina lo envió de vuelta a la colmena.
Ve a decirle a tu reina que ahora ya sabes trabajar –dijo y aquí tienes todas la chaquetitas que nos has hecho. Está llegando el verano y ya no las vamos a necesitar. Llévalas como regalo para las otras abejas, y así se alegrarán de verte. Así que Patoso regresó a ver a su propia reina, y todos se pusieron muy contentos de verlo de nuevo, porque ahora sabía trabajar, ¡y además había traído una chaqueta nueva de terciopelo pardo para cada abeja! A partir de entonces, Patoso recorría los prados recogiendo miel todos los días, y se sentía muy feliz, porque las abejas son más felices cuando trabajan.