Cinco guisantes estaban dentro de una misma vaina.
Eran verdes, la vaina era también verde y por eso creián que todo el mundo era verde.
Creció la vaina y crecieron también los guisantes, colocados en fila. El sol calentaba la vaina y la lluvia la iba haciendo transparente.
Los guisantes veían entonces más claro y con la madurez llegaron a pensar que tenían alguna misión que cumplir.
-¿Querrá Dios tenernos siempre inmóviles? – decía uno de ellos-. Me parece que ha de haber alguna cosa fuera de esta cáscara que nos encierra.
Pasaron algunas semanas y los guisantes y la vaina se amarillearon.
– Ahora todo el mundo es amarillo – decían.
De pronto, sintieron una brusca sacudida: era una mano humana que arrancaba del arbusto la vaina de los cinco guisantes y la metía en un saco con otras de su misma clase.
– Gracias a Dios que nos sacaron por fin de aquí- exclamaron a una voz los cinco guisantes.
– Lo que yo quisiera saber- dijo el que era más pequeño- es cuál de nosotros desempeñará mejor papel en el mundo.
– Sucederá lo que haya que suceder- dijo el mayor.
Y ¡crac!, se abrió la vaina. Los cinco guisantes vieron por primera vez la luz del día y cayeron, rodando, en las manos de un muchacho travieso.
-¿Qué buenos guisantes para mi escopeta! – dijo deslizando uno en el cañon y disparando al terminar la frase.
Y tiró los cuatro restantes en dirección distinta.
Cada cual iba haciendo cálculo acerca de su destino, menos el mayor de todos, que repetía con frecuencia: ” Sucederá lo que haya de suceder”.
Y fue a caer sobre el tejado de una casa vecina, encajándose en la hendidura de una tabla, al pie de la ventana de una buhardilla. Allí había un poco de tierra y oculto no le veía sino Dios, que todo lo ve y de nada se olvida.” Sucederá lo que haya de suceder”, dijo con santa resignación.
En la pobre buhardilla vivía una mujer muy trabajadora, que durante el día lavaba ropa, cortaba y cargaba leña y hacía otros trabajos muy duros, con los que apenas ganaba para sostenerse. Dejaba en la habitación a una hija muy bonita, pero que estaba enferma desde hacía más de una año, y que luchaba entre la vida y la muerte.
En una bella mañana de primavera, cuando la pobre madres se disponía a salir en busca de trabajo, penetraron algunos rayos de sol a través de la ventana y llegaron alegres y brillantes hasta la cama de la niña enferma. Dirigió ésta su mirada hacia la ventana y dijo:
– Mamá, ¿qué es aquela cosa verde que se mece delante de los cristales por donde entra el sol?
La buena mujer abrió la ventana, miró y dijo a la hija:
-Pues, hijita, es un guisante que ha germinado ahí y está lleno de hojitas verdes. ¿ No sé cómo ha aparecido! Pero , alégrate, hija mía, que ya no quedarás tan sola. Esta mata será tu distracción.
Y acercó hacia la ventana la cama de la enferma para que pudiera observar el crecimiento de la planta, y se fue a trabajar como de costumbre.
Cuando regresó, al atardecer, su hija estaba más alegre, y le dijo:
-Mamá, siento que me voy a restablecer: el Sol, con su luz y su calor, me está reanimando. Veo que el guisante va bien y yo haré como el guisante: me levantaré de la cama y daré gracias a ese sol tan bueno que me devuelve la vida.
Dudaba la madre de que se realizara ese milagro, pero guiada por una fuerza interior puso una varilla a la mata, para evitar que el viento la echara abajo, y ató cerca de ella un hilo para que se enroscara cuando se fue desarrollando. El guisante, por supuesto, no despreció tan buenos cuidados.
La niña, en tanto, mejoraba visiblemente.
-Es maravilloso, hija mía
-le dijo una mañana la madre-. El guisante está echando brotes.¿ De dónde toma savia y fortaleza para crecer tanto?
Al cabo de una semana la muchacha se levantó por primera vez y permaneció más de una hora fuera de la cama, bañandose en la luz de aquel sol benéfico. El guisante ostentaba aquel día su primera flor, blanca y sonrosada, en cuya corola puso la ñiña un beso.
La madre, llena de alegría, exclamó:
– Nada más que la bondad de Dios pudo depositar este guisante en la hendidura de la ventana.
Y contempló, sonriendo, la delicada flor, como si fuera un ángel que bajara del cielo.
De los otros cuatro guisantes breves notícias: el primero fue a caer en un tejado y una paloma se lo comió: el segundo y el tercero sirvieron, con otros muchos, para un guisado, y el cuarto había cáido en un canalón, donde estaba todavía cubierto de lodo y agua impura.
Y mientras la joven, llena ya de salud, alzaba sus manos sobre el florecido guisante, dando gracias a Dios por habérselo enviado, el canalón mecía de forma vanidosa su guisante estéril, como diciendo insensatamente:
-El mío es el mejor.