Hubo una vez un mercader que debía emprender un largo viaje. Antes de partir preguntó a cada una de sus tres hijas qué regalo querían que les trajese. La mayor pidió perlas; la segunda, diamantes; pero la tercera respondió:
-Padre mío: yo sólo pido que me traigas una rosa.
El padre besó a sus hijas y, tras prometerles cumplir sus deseos, partió. Poco después compró raras perlas y refulgentes diamantes; pero por mucho que buscó por todas partes, no pudo conseguir la rosa, lo cual era natural, puesto que era invierno y en esta estación no florecen las rosas.
Ya emprendía el retorno a su casa pensando qué podría llevar a su hija menor, cuando llegó a un hermoso castillo rodeado de un hermoso jardín. Allí había lindas rosas y otras flores a cual más bonita, como si floreciesen en plena primavera.
Ordenó a su criado que le trajese un ramillete de rosas y así lo hizo el sirviente, y ya se disponía a proseguir su camino, cuando les salió al paso un fiero león, que rugió:
-¡Morirá devorado por mí quien se ha atrevido a cortar mis rosas!
El comerciante le preguntó si no había algún medio para conservar la vida. El león le contestó que sí lo había y éste consistía en que le entregase lo primero que le saliera al encuentro al volver a casa.
El comerciante pensó de inmediato que quien le saldría al encuentro al llegar a casa sería su hija menor, de modo que se mostró poco dispuesto a prometerle aquello al león. Sin embargo, el criado comentó que probablemente le saldría al encuentro un gato o un perro suyo. Ante este consejo, el comerciante aceptó y tomó las rosas con un gran pesar.
Cuando ya se hallaba cerca de su casa, su hija menor salió corriendo a recibirlo. Lo abrazó y lo besó con grandes muestras de júbilo, pero el padre contempló a su hija y se echó a llorar desconsoladamente.
-¡Ay, hijita mía! – exclamó-. Estas rosas me salen demasiado caras, pues he prometido entregarte a un león salvaje, que seguramente te devorará.
Y contó a su hija todo lo sucedido. La niña le dijo:
– Papá, debes cumplir lo que has prometido. Iré a ver al león e intentaré convencerlo para que me deje regresar a casa sana y salva.
A la mañana siguiente preguntó a su padre el camino que debía seguir. Luego se despidió de él y de sus hermanas, y emprendió la marcha.
Pero, ¡Oh, sorpresa!, el león era un príncipe encantado. Por el día, él y su corte eran leones pero al llegar la noche recobraban su forma natural. Como la niña llegó de noche al castillo, fue recibida con grandes muestras de gentileza y cariño. Y como los dos se enamoraron a primera vista, contrajeron enlacen en muy poco tiempo, hasta que un día la esposa dijo cariñosamente a su marido:
– Mañana se casará mi hermana mayor y debemos asistir a la boda.
– Puedes ir acompañada de mis leones-dijo apesadumbrado el príncipe-; pues bien sabes que yo no puedo ir.
La princesa fue recibida con jíbulo por su padre y hermanas, pues la creían muerta, devorada por el león de las rosas. Una vez pasadas las fiestas nupciales, regresó a su castillo, siempre acompañada de sus leones.
Poco tiempo después fue invitada a los esponsales de su segunda hermana. Entonces dijo al príncipe:
– Esta vez vendrás tú conmigo.
El príncipe le contestó que sería peligroso para él, pues si le daba la luz del sol, se convertiría en paloma y así tendría que permanecer siete años errante por el mundo.
Como ella insistió alegando que tendría mucho cuidado de que no le diera la luz del sol, el príncipe terminó aceptando.
En la casa de su suegro, el príncipe escogío una gran habitación de gruesos muros, con el fin de estar en ella mientras durasen las ceremonias. Por desgracia, nadie se fijó que había una grieta en una de las paredes y, cuando el cortejo nupcial regresaba del templo, un rayito de sol dio de lleno en el rostro del principe. De repente éste desapareció y, cuando entró su esposa, lo halló convertido en una blanca paloma, que le dijo tristemente:
-Siete largos años tengo que volar de aquí para allá, pero de vez en cuando dejaré caer una plumita blanca para indicarte el camino que sigo y, si tú sales en la dirección que las plumas te indiquen, tal vez puedas libertarme.
Cuando terminó de hablar, salió volando por la puerta. La princesa le siguió sin vacilar, guiada por la plumita blanca que de vez en cuando había caer la paloma.
Pero un día dejó de ver la plumita blanca, pues la paloma había desaparecido. La princesa elevó los ojos al cielo y dijo suplicante al sol:
– Tú que brillas sobre las cimas de las montañas, ¿no has visto por ningún sitio una palomita blanca?
– No la he visto, princesa- respondió el sol-, pero aquí tienes una cajita que sólo debes abrir cuando lo necesites.
Al llegar la noche repitió la misma pregunta a la luna, negando ésta haber visto a la palomita. Sin embargo, antes de despedirse de ella, la luna le regaló un huevo, que debería abrir cuando se hallase en algún apuro.
Luego preguntó a los vientos y sólo el viento del suer le dio una respuesta concreta:
-Sí, via la palomita blanca volando sobre el mar Rojo, pero de pronto se transformó en león porque ya transcurrieron los siete años del encantamiento. Cuando se convertió en león, fue atacado por un dragón, que es una princesa encantada que pretende separarlo de ti.
Lleva tu cajita que te regaló el sol y el huevo que te dió la luna, y esos objetos te servirán para salvar a tu marido y traértelo ya en forma humana.
La princesa marchó hasta el mar Rojo y, una vez en el sitio donde seguían luchando el león y el dragón, sacó su cajita y formuló este deseo: que su esposo venciera al dragón y recobrase la forma natural. De inmediato se realizó el prodigio, pues el león venció al dragón, matándolo de un zarpazo, y acto seguido el príncipe recobró su forma humana, pero ¡oh, desgracia!, también el dragón muerto se transformó en una joven y hermosa princesa, la cual se acercó al príncipe y le abrazó, y el el acto el joven perdió la memoria.
Como el príncipe ya no se acorbada de su bella esposa y se disponía airse con la otra princesa desencantada, la primera echó mano al huevo y lo partío formulando el fervoroso deseo de que su esposo recobrase la memoria y marchara con ella a su hogar. Inmediatamente se efectuó el milagro pedido por la afligida esposa, pues el príncipe recuperó su memoria, dejó a la coqueta princesa y se echó en los brazos de su dulce consorte.
Aquella misma noche retornaron a palacio, donde tuvieron un hijito que, con el tiempo, se convirtió en un apuesto joven. Y durante muchos años viveron los tres completamente felices.