El árbol no paraba de quejarse, y el matorral estaba empezando a cansarse de él. En comparación con otros árboles, éste era más bien pequeño, pues no era sino un manzano silvestre, no mucho mayor que el matorral. Sus ramas eran oscuras y retorcidas, y sus frutos no pasaban de ser manzanitas amargas que nadie quería.
Era primavera, y el árbol seguía quejándose sin parar. Decía:
—Más tarde se pondrá a llover y seguramente seguirá lloviendo todo el día de mañana. Además, soplará el viento.
Quizá se rompan algunas de mis ramas…
—Pero el viento trae consigo un tiempo más templado —dijo el matorral.
—Además —prosiguió el árbol, sin prestar atención al matorral—, esos horribles pájaros pronto harán sus nidos y se comerán nuestros retoños…
—Ya me estoy hartando de tus quejas, árbol. Si no tienes nada agradable que decir, será mejor que te calles de una vez.
El árbol se puso a refunfuñar para sus adentros, mirando a su alrededor en busca de más motivos para quejarse. Se hacía la vida imposible. El campo no tardaría en anegarse, las vacas destrozarían el matorral y las cornejas invadirían el campo. Se dejarían la verja abierta y entrarían las ovejas. Pensaba y hablaba continuamente.
El matorral decidió que era preciso hacer algo para acabar con las quejas del árbol. Pero ¿qué?
La mejor amiga del matorral era la corneja, a quien le gustaba saltar por entre los arbustos y las plantas en busca de gusanos y ahuyentar a los mirlos y a los herrerillos. Cuando se cansaba de ese pasatiempo, se posaba sobre el matorral para parlotear con él y disfrutar del paisaje.
Un día, al aparecer la vieja corneja, el matorral le explicó su problema:
–¿Qué puedo hacer para que deje de quejarse el árbol?
La corneja se puso a reflexionar y al fin dijo:
—Se queja porque no tiene ningún propósito en la vida.
—¿Pero dónde hallar un aliciente o un sentido para su vida? —preguntó el matorral.
—¡Amigo matorral! Lo tienes muy cerca.
La primavera dio paso al verano y el matorral se puso verde y florido. Como de costumbre, entre sus hojas creció una madreselva silvestre, entrelazando sus tallos y fragantes flores. Los abejorros zumbaban en el cálido aire de la tarde.
—Dime, árbol —le dijo un día de sopetón el matorral—, ¿qué es lo más terrible de tu existencia?
El árbol, sorprendido, no sabía qué contestar. Había tantas cosas…, total que empezó a recitar una lista detallada de las mismas.
—No, no, no me digas tantas cosas, dime lo peor.
El árbol guardó silencio durante varios días. Al fin, murmuró tristemente:
—Lo peor es que no gusto a nadie.
Y no gusto porque soy feo. Mis flores sólo duran unos pocos días antes de que las arranque el viento. Mis hojas no son hermosas y mis manzanas silvestres saben a rayos.
—¡Pues eso tiene fácil solución! —exclamó el matorral—. Le pediré a la madreselva que crezca alrededor de tu tronco y sobre tus ramas. De este modo, la mayor parte del año estarás cubierto de flores fragantes y grandes hojas.
Lo malo es que…
—Sigue, sigue —le apremió el árbol.
—Bueno, que la madreselva no está interesada. Dice que te quejas demasiado.
El árbol guardó silencio de nuevo. Luego dijo:
—Si prometo quejarme menos,
¿no podrías convencerla para que creciera sobre mí?
—Si estuvieras todo un año sin quejarte, a lo mejor aceptaría —contestó el matorral.
Le costó, pero el árbol estuvo todo un año sin quejarse una sola vez.
Ni siquiera cuando apareció la sequía en verano. Ni cuando estuvo lloviendo durante todo el mes de octubre. Ni cuando soplaron los fuertes vientos invernales.
Un día, a la primavera siguiente, la madreselva echó un pequeño retoño.
A medida que crecía iba rodeando el tronco del árbol y extendiéndose sobre sus ramas. Sus verdes hojas dieron relevancia, en mayo, a las flores blancas del manzano. Cuando el viento de junio arrancó los capullos del árbol, la madreselva abrió sus fragantes flores amarillas y rosas y el árbol se convirtió en el más hermoso de todo el campo.
A partir de aquel día el árbol no volvió a quejarse jamás. Ni una sola vez.
Ya en invierno, se presentó la vieja corneja y le dijo al matorral:
—Hace días que no oigo quejarse al árbol. Debe haberse hecho un propósito en la vida. ¿Cúal es?
—Eso pregúntaselo a él —contestó el matorral.
El arbol del matorral
La vieja corneja se acercó volando al árbol y le preguntó qué aliciente tenía para vivir.
—No puedo entretenerme hablando, corneja. Estoy protegiendo del viento a la madreselva.
—Pero si estamos en invierno y está toda marrón y marchita.
—Puede que esté así ahora —replicó el árbol—, pero la madreselva confía en que yo la protegeré hasta la primavera. Entonces crecerá todavía más grande y fuerte que el año pasado. Se hará tan grande que me cubrirá por completo. ¿Y qué decir del aroma, corneja? ¿Te imaginas lo hermosa que será?
Por fin la vieja corneja y el matorral se sentían satisfechos. Ahora, y para siempre, el árbol tendría un motivo para sentirse útil, razón por la cual nunca más volvería a quejarse. Y así fue.