Hubo una vez una pequeña aldeana que era huérfana y además no tenía hermanos, a pesar de lo cual la chiquilla vivía alegre y era bondadosa como pocas.
Un día abandonó la aldea y marchó a la aventura confiando mejorar su suerte. Llevó con ellas sus únicas pertenencias, la ropa que vestía y un trozo de pan.
Por el camino encontró a un mendigo, que le dijo:
-Por favor, pequeña, dame algo de comer.
La niña se compadeció de él y le entregó el pedazo de pan.
Prosiguió su andadura y al cabo de un rato se acercó a ella un chiquillo, que le dijo:
– Tengo mucho frío y me duele la cabeza.¿No podrías dejarme tu gorro?
-Te lo regalo- contestó con generosidad.
Poco después vio a una niña muy pequeña tiritando de frío, casi desnuda, que la mirada con ojos tristes.
La huerfanita tuvo piedad de ella y le dio su chaqueta y su falda.
Ya era de noche y nevada copiosamente cuando la pequeña se adentró en un bosque con ida de pasar la noche allí.
Entonces otra niña, cobijada al amparo de un árbol, le pidió su camisa, pues ya no soportaba el frío.
Y como le dio mucha pena, la huérfana también se despojó de la camisa.
Y así quedó la pequeña a merced de un viento helado que iba congelando su cuerpecito. Pensó que moriría de frío en poco tiempo y se puso a rezar.
Pero de pronto, inexplicablemente, se desprendieron del firmamento miles de estrellas, como un deslumbrante lluvia, y al posarse sobre la nieve las estrellas se convirtieron en monedas de oro.
Y la generosidad niña, que había dado a los demás todo lo que tenía, se vio cubierta por un abrigo de piel, también llovido del cielo…
Llenó sus bolsillos de monedas de oro y ya nunca pasó hambre ni frío. Y vivió siempre feliz y siguió haciendo el bien a los demás.