Había una vez, tiempo bien atrás un Rey que se sentía profundamente unido a una pulga. La historia se remontaba al momento en que la pulga, tras picar al Rey, le proporcionó destreza y virtudes. La obsesión del Rey fue progresiva, hasta el punto de criar la pulga y conseguir que alcanzase el tamaño de una oveja.
Llegado el momento, la mandó despellejar, e hizo la siguiente promesa al reino:
“-¡Aquel que sea capaz de adivinar de qué bestia procede esta piel, será merecedor de la mano de mi hija!”
El Rey no contaba con aquellos que conocían de primera mano a las pulgas, es decir, los ogros. Uno de ellos, cabía esperar, resolvió el acertijo, y pudo casarse, porque el Rey era un hombre de palabra, con la princesa. Una vez unidos en matrimonio, el ogro llevó a su princesa a su morada, decorada de la forma en que un ogro la puede embellecer, como podéis imaginar. Por ejemplo, colgando en las paredes huesos de hombres que él mismo se había comido. Yendo más allá, el ogro entregó a su esposa cuerpos humanos para alimentarse.
La princesa, que no sabía dónde se había metido sin siquiera decidirlo, no hacía más que sollozar por la ventana. Así pudo confesar a una anciana el complejo dilema en el que se había visto envuelta. Ésta, decidida a hacer el bien por la princesa, le comentó que tenía siete maravillosos hijos, quienes la ayudarían. Y así fue, pues al mismo día siguiente todos juntos aparecieron y rescataron a la princesa de aquella terrible casa.
Era obvio que no todo podía salir bien, y el ogro no estaba dispuesto a perder aquello que se había ganado, muchos dirían que justamente. De esta forma, fue tras los siete hijos de la anciana. Uno por uno, levantaron obstáculos para evitar que el ogro les diese alcance. Todos menos el mayor, quien se encargaba de dar aviso de la cercanía del ogro. El primero de sus hermanos lavó sus manos y produjo un mar infinito de espuma de jabón. El siguiente, con mayor agresividad, transformó un bloque de hierro en un peligroso campo de cuchillas. Más allá fue el tercero, quien convirtió una mínima rama en un bosque al completo. No acabó allí la cosa, pues el cuarto aprovechó de un charco de agua para hacer un río.
Pero no todo era hacerle la misión imposible al ogro, sino que había otros menesteres igual de esenciales. Menesteres tales como conseguir un lugar donde refugiarse, hazaña de la que se encargó el quinto hermano, el cual de una piedra dio una torre. La situación, al contrario de lo que podáis pensar, no pintaba nada bien para los hijos de la anciana y la princesa pues, aunque salvaguardados, estaban acorralados por el ogro, quien acechaba día y noche, incansablemente, la torre de refugio.
El ogro, de alguna extraña manera, consiguió una escalera, y empezó a trepar y a trepar, y la torre dejó de ser segura… ¡Hasta que el hijo más joven, pleno de gallardía, le disparó! Tan certeros fueron sus perdigones que los ojos del ogro volaron, y después lo hizo su cabeza. Los siete hijos de la anciana portaron a la ahora dichosa princesa frente a su padre. El Rey, eternamente agradecido a los siete hermanos, los recompensó de forma justa y abundante, y aprendió la lección de que no debía decidir en los amoríos de su hija. Y vaya si la aprendió, pues la princesa se casó con un apuesto príncipe, como de verdad merecía. Los males zanjados, todos y cada uno de ellos vivieron felices hasta el fin de sus días.