Había una vez un chico de nombre Mhamud que era muy pobre. Su oficio era el de trasladar mercancías de un lugar a otro en la ciudad. Tanto trabajaba el jovenzuelo y tan poco ganaba que siempre andaba quejándose de su mala suerte.
Un buen día, agotado de tanto trabajar, decidió sentarse a la sombra de una enorme casa. Era la casa de un rico.
– No sé para qué trabajo tanto. Nunca saldré de esta mala vida – se quejaba Mhamud con lágrimas en los ojos.
El dueño de la casa, al oírlo, se compadeció del jovenzuelo y sin pensarlo dos veces lo invitó a cenar con él. Al entrar a la casa, el muchacho quedó impresionado con todos los manjares exquisitos que había sobre la mesa.
– Gracias señor. Nunca había visto tantas delicias juntas.
– Debes tener mucha hambre así que come todo lo que quieras. Mientras lo haces, te contaré cómo he llegado a poseer tantas riquezas.
– La verdad es que siento mucha curiosidad – alcanzó a decir Mhamud con la boca repleta de comida.
– Mi nombre es Simbad. Cuando mi padre murió me dejó una inmensa fortuna, pero no supe aprovecharla y la malgasté inútilmente.
– ¿Y entonces qué hizo? – preguntó el pequeño cada vez más intrigado.
– Me hice marinero. Pero no creas que fue fácil. En mi primer viaje me caí del barco en el que navegaba y nadé durante horas hasta encontrar una isla. Para colmo de males, lo que yo pensaba que era una isla, era realmente… ¡Una ballena!
– ¿Una ballena? – gritó el chico y se quedó inmóvil.
Pero el señor no siguió hablando. En cambio le entregó a Mhamud cien monedas de oro y le pidió que regresara mañana a la misma hora para contarle el resto de la historia. El pequeño, contento con el dinero, corrió a casa lleno de alegría, no sin antes comprarse un buen trozo de carne y un par de botas para sus desgastados pies.
Al próximo día, el jovenzuelo se apareció en casa de Simbad a la ahora acordada. Nuevamente, disfrutó de una deliciosa comida, mientras el hombre prosiguió con su historia.
– ¿Recuerdas la ballena? – preguntó Simbad – Pues al final logré escapar de ella y regresé sano y salvo a la ciudad. Después de un año volví al mar, y tras varias semanas de navegación avisté una isla. Tan pronto toqué tierra encontré un huevo gigante, pero una extraña ave me agarró por los brazos y me elevó hacia el cielo. Después, aquel inmenso animal me dejó caer en un desierto, aunque para mi sorpresa, el desierto estaba lleno de… ¡Piedras preciosas!
“¿Qué más?”, “¿Qué más pasó, señor Simbad?”. Pero Simbad no continuó la historia, le entregó otras cien monedas de oro al muchacho y le pidió que viniera mañana a la misma hora. Mhamud no podía aguantar la curiosidad, cada vez eran más emocionantes las historias de aquel señor. Sin poder dormir esa noche, regresó al día siguiente para escuchar más aventuras.
– Hola pequeño. Ayer te hablé de las piedras preciosas que había encontrado, y aunque me volví un hombre rico de la noche a la mañana, tan pronto llegué a la ciudad volví a zarpar hacia tierras desconocidas. Esta vez, anduve por los mares durante semanas, hasta que al fin pude ver otra isla.
– ¿Y encontró un huevo gigante? – se adelantó el chico mientras comía con gusto.
– Pues no. Aquella isla estaba repleta de salvajes que me llevaron ante su jefe, y este era nada más y nada menos que un gigante abominable con un solo ojo.
– ¡Qué temor! – murmuró Mhamud sin mover un solo dedo.
– Fue espantoso – prosiguió Simbad – El temible gigante devoró a toda mi tripulación de un solo bocado y se quedó dormido al instante. En ese momento, agarré un poco de brazas ardientes con un atizador y sin un segundo que perder se lo clavé al gigante en su único ojo. Sin mirar atrás me escapé de aquel lugar, no sin antes atrapar un extraño objeto dorado que los salvajes veneraban.
– Un objeto… ¿De oro? – preguntó impaciente el pequeño.
– Así mismo es. Una especie de talismán por la que me pagaron una gran fortuna tan pronto regresé a casa.
La admiración de Mhamud por los relatos de Simbad crecía cada día más. ¡Qué aventuras tan emocionantes! Todos los días acudía el chico para oír nuevas historias, y así estuvo haciéndolo durante una semana. Por supuesto, cada vez que se presentaba, Simbad le regalaba cien monedas de oro. El último día, Mhamud y Simbad se despidieron amablemente.
– Mhamud, durante todos estos días has aprendido algo muy valioso. Recuerda que el destino pertenece a cada uno de nosotros y que debemos luchar con todas nuestras fuerzas por las cosas que queremos. Ya tienes dinero suficiente para empezar una nueva vida. No lo malgastes y empléalo con juicio.
Y así lo hizo el pequeño Mhamud. Ahora contaba con una gran suma de dinero para invertirla y volverse un hombre de bien. Sin embargo, y aunque el tiempo pasó, Mhamud nunca olvidó a Simbad, y cada vez que podía se sentaba a recordar aquellas historias tan emocionantes que le había contado.