Había una vez un granjero muy pobre llamado Eduardo, que se pasaba todo el día soñando con hacerse muy rico. Una mañana estaba en el establo -soñando que tenía un gran rebaño de vacas- cuando oyó que su mujer lo llamaba.
-¡Eduardo, ven a ver lo que he encontrado! ¡Oh, éste es el día más maravilloso de nuestras vidas!
Al volverse a mirar a su mujer, Eduardo se frotó los ojos, sin creer lo que veía. Allí estaba su esposa, con una gallina bajo el brazo y un huevo de oro perfecto en la otra mano. La buena mujer reía contenta mientras le decía:
-No, no estás soñando. Es verdad que tenemos una gallina que pone huevos de oro. ¡Piensa en lo ricos que seremos si pone un huevo como éste todos los días! Debemos tratarla muy bien.
Durante las semanas siguientes, cumplieron estos propósitos al pie de la letra. La llevaban todos los días hasta la hierba verde que crecía ¡unto al estanque del pueblo, y todas las noches la acostaban en una cama de paja, en un rincón caliente de la cocina. No pasaba mañana sin que apareciera un huevo de oro.
Eduardo compró más tierras y más vacas. Pero sabía que tenía que esperar mucho tiempo antes de llegar a ser muy rico.
-Es demasiado tiempo -anunció una mañana-,Estoy cansado de esperar. Está claro que nuestra gallina tiene dentro muchos huevos de oro. ¡Creo que tendríamos que sacarlos ahora!
Su mujer estuvo de acuerdo. Ya no se acordaba de lo contenta que se había puesto el día en que había descubierto el primer huevo de oro. Le dio un cuchillo y en pocos segundos Eduardo mató a la gallina y la abrió.
Se frotó otra vez los ojos, sin creer lo que estaba viendo. Pero esta vez, su mujer no se rió, porque la gallina muerta no tenía ni un solo huevo.
-¡Oh, Eduardo! -gimió- ¿Por qué habremos sido tan avariciosos? Ahora nunca llegaremos a ser ricos, por mucho que esperemos.
Y desde aquel día, Eduardo ya no volvió a soñar con hacerse rico.