Mi madre me regaló una hucha con forma de cerdito, por mi cumpleaños. Era rosa y gorda, con las letras TAIWAN, en mayúsculas, estampadas debajo. La coloqué en el alféizar de la ventana de mi dormitorio y cada semana depositaba en ella una parte de mi paga a través de la ranura.
Un día decidí comprar una nueva camita para la casa de muñecas. Le di la vuelta a la hucha, presioné el tapón de goma y la agité muy fuerte encima de mi cama.
No salió nada. Ni un céntimo.
-¡Ha desaparecido! -grité-. He estado guardando mi dinero durante semanas y no hay nada. ¿Qué ha sido de mi dinero?
-Yo me lo comí.
-¿Qué has dicho?
No podía adivinar de dónde provenía esa voz.
-Tú me diste de comer el dinero, así que me lo comí -repitió el cerdito.
-¡Ahí va, puedes hablar!
-Sí, cuando alguien me habla a mí.
-En tal caso, dime dónde está mi dinero.
-Te lo he dicho, me lo comí.
-Pero ahora no está en tu estómago…
-Ya lo he digerido -dijo Taiwán-¿De dónde crees que los cerdos como yo obtienen sus energías?
-Eso no está nada bien -le dije, agitándolo de nuevo-. Quiero el dinero de mi paga. ¡Dámelo ahora mismo!
-No puedo – me contestó enfadado-. Tendremos que ir y conseguir un poco más.
-¿Dónde? -pregunté.
-Bien, ¿de dónde sale el dinero? -dijo Taiwán con impaciencia-. De la real fábrica de la moneda, por supuesto. De la real fábrica de moneda que está dentro del real palacio del príncipe de la fortuna. Si te subes a mi espalda, te llevaré volando hasta allí. Pero tienes que darme de comer primero. ¡Estoy hambriento! Y yo no puedo volar con el estómago vacío.
Eché mano de mi colección de monedas extranjeras y las introduje por la ranura.
Con todo este dinero, el cerdo engordó hasta tal punto que se cayó del alféizar de la ventana; al poco rato el centro de la habitación estaba ocupado por un enorme cerdo rosa. Me subí a su espalda y Taiwán alzó el vuelo a través de la ventana abierta. Volaba hacia atrás.
-¿Por qué vuelas hacia atrás? -le pregunté, dándome la vuelta en dirección al rabo de Taiwán para poder ver a dónde íbamos.
-La real fábrica de la moneda está a mucho tiempo de aquí -replicó él.
-¿Quieres decir que está a mucho camino?
-No, quiero decir que está a mucho tiempo. Así que tengo que volar hacia atrás en el tiempo.
Pronto comprobé que era eso lo que hacíamos. El aire se llenaba de humo y grandes flores de fuego se abrían en capullos rojos a derecha y a izquierda.
-¿Qué pasa?
-Son disparos -dijo Taiwán con calma-. Abajo hay una guerra.
Yo empecé a preguntarme si el cerdo era tan listo como me había parecido.
-¿Quieres decir que podrían herirnos?
Taiwán no contestó porque justo en ese momento nos cubrieron los blancos pliegues de un inmenso paracaídas. Y el hombre que colgaba de él, vestido con un chaquetón de piel de oveja y gafas, aterrizó en la espalda del cerdo.
-¡Hola! -dijo el piloto-. He saltado. Me han derribado.
En aquel momento el aeroplano que había pilotado pasó junto a nosotros y se zambulló allá abajo, en el mar.
-Espero que no os importará si os pido que me sujetéis.
Taiwán gruñó una o dos veces, pero no parecía que le importase demasiado.
-¿Por qué vamos hacia atrás, amigo? -preguntó el piloto a Taiwán y éste se lo explicó.
El piloto se mostró encantado de saber que volábamos hacia la real fábrica de la moneda.
-Realmente estoy un poco bajo de fondos -dijo-.
Me dejé el billetero en el avión. Después avistamos un explorador encaramado en la cesta de un enorme globo. “Debo de estar a cientos de días antes que ayer”, pensé, mirando sus extrañas ropas y su sombrero de cazador.
-¿Podríais llevarme con vosotros? -preguntó cuando pasamos por su lado-. El viento sopla en dirección contraria y así nunca llegaré a donde voy.
-Si vienes con nosotros -le respondí- sólo llegarás hasta la real fábrica de la moneda.
A él pareció gustarle la idea y se subió encima del cerdo, delante del piloto y detrás de mí.
Debíamos haber volado ya otros cientos de años en el pasado cuando Taiwán tropezó en medio del aire. Casi nos caímos.
-Qué lugar más tonto para dejar una cuerda -dijo de mal humor.
Y con los pies enredados en la cuerda, prosiguió su vuelo.
-Por favor, soltad la cometa -dijo una vocecita debajo de nosotros.
Miramos hacia abajo y allí, a muchos metros del suelo, estaba un chino colgado del extremo de la cuerda. Sobre nosotros, su cometa culebreaba, como un brillante pájaro de papel. Taiwán había sido cazado por una antigua cometa china.
-¿Porl qué celdito no milal pol dónde va? -preguntó el chino, mientras subía por la cuerda y se montaba en el lomo del cerdo.
Le expliqué que volábamos hacia atrás a través del tiempo. Todos admiramos la cometa y comentamos qué inteligentes habían sido los chinos al inventar las cometas antes que nadie. Había que ver cómo se animó nuestro nuevo pasajero con aquel cumplido.
-Los chinos también inventalon billetes -dijo el hombrecito cuando le contamos que íbamos a buscar dinero. Taiwán se estremeció:
-Yo nunca he comido dinero de papel -se quejó.
Seguimos volando, justo hasta el principio del tiempo, torcimos a la izquierda y el palacio del príncipe de la fortuna apareció en el horizonte.
La real fábrica de la moneda despuntaba, verde y fragante, por detrás del real muro trasero del palacio. Estaba protegida por un enorme y principesco gato con el lomo arqueado, pero, desde luego, no era rival para un cerdo volador, un piloto de guerra, un explorador, un chino, ni, por supuesto, para mí.
Mientras ellos se dispersaban y trepaban por las reales plantas del palacio, yo me introduje a la chitacallando en la real fábrica y recogí las monedas de plata y cobre que colgaban de los árboles y llené a rebosar mis bolsillos con ellas. Cuando Taiwán pasó trotando, metí unas monedas por la ranura y todos subimos encima para el viaje de vuelta.
Volamos a través del tiempo, hacia adelante, con las orejas del cerdo vibrando con el viento. Pero con cuatro pasajeros encima y el viento en contra, Taiwán se cansó pronto y se sintió hambriendo de nuevo.
-¡Más dinero, más dinero! -gruñía, y yo tuve que colarle un puñado de monedas por la ranura.
-Lo siento -dijo él bruscamente-, pero alguno de vosotros se tendrá que bajar. Pesáis demasiado para mí.
-Está bien -dijo el explorador Mi globo de aire caliente acaba de aparecer. Mirad, ahí está. Yo me quedo en él.
El piloto decidió unirse al explorador en su viaje alrededor del mundo. Y el chino volvió a la tierra sujeto al extremo de la cuerda de su cometa. Así que me quedé sola, montada en el cerdo volador. Pero antes de que llegáramos a casa, tuve que darle de comer todas las monedas que me quedaban de la real fábrica, metiéndolas por la ranura. De otra forma hubiera caído.
-¡Aún estoy hambriento! -protestaba él, y su estómago vacío hacía ruido entre mis rodillas.
Cerré los ojos y enganché mis dedos en la ranura para no caerme.
Cuando volví a darme cuenta de lo que ocurría, vi que habíamos entrado por la ventana de mi habitación y el cerdo estaba tumbado en el suelo, pequeño y rígido; vaya, con su tamaño normal.
Lo levanté y lo agité. Ni un céntimo. Miré por la ranura. Ni una miserable moneda. Corrí a la cocina, gritándole a mi madre:
-¡No hay dinero en el cerdito!
-Sí, querida, y lo siento -dijo ella-. Tuve que tomarlo prestado para pagar al lechero. Déjame ver… ¿Cuánto había? Aquí lo tienes.
Me dio dos billetes nuevecitos y los arrugué en mi mano, recordando que Taiwán no comía billetes.
-¿Crees que si ahorro mi paga de cada semana…?
-¡Uy, hija mía, si lo consigues los cerdos podrán volar!
-¡Bien! ¡Entonces lo haré!