En un bello y lejano pais, un caballero viudo y una señora también viuda, se casaron. Cada uno de ellos tenía una hija y mientras la señora, en ausencia de su esposo, que tuvo que ir a la guerra, mimaba a su propia hija, llamada Melinda, maltrataba sin piedad a Lucía, la hija de su esposo.
Un crudo día de invierno, la madrastra entregó a Lucía un canastillo de mimbre y un vestido de papel, diciendo:
–Ponte este traje y ve en busca de fresas.
–Señora-respondió la muchacha- Está helado y el papel no me protegerá del frío. Por otra parte, en invierno no hay fresas.
–¡Deslenguada! Obedece y calla.
La pobre Lucía, con tan escaso abrigo, llegó al bosque completamente aterrorizada. Por otra parte, era invierno y como bien suponía, no existían por allí las fresas.
Cuando más angustiada se hallaba la muchacha, surgieron tres enanitos, temblorosos y suplicantes.
-Tenemos hambre y frío- dijo uno de ellos.
– La nieve nos impide entrar en nuestra casa- alegó otro.
– ¡Ayudanos, por favor!- gimió el tercero.
La joven les entregó el pedazo de pan que iba a ser todo su comida. Conmovidos ante tanta bondad, cada uno de los diminutos seres le concedio un deseo. El primero, que cada día sería más bella; el segundo, que cada una de sus palabras se transformaría en una moneda de oro; el tercero, que el rey se casaría con ella.
Apenas huda dado Lucía unos pasos por el bosque cuando, por arte de magia, entre la nieve, aparecieron rojas y aromáticas fresas. Así pudo llenar su cestillo y regresar a casa. Al contar cómo había hallado las fresas, cada una de sus palabras se convirtió en una moneda de oro.
– Hija mía, Melinda, ve al bosque en busca de fresas, pues a ti te ha de suceder algo mucho más hermoso que a esa tonta de Lucía. Lleva ricas viandas y abrígate bien.
Con un suntuoso abrigo bordeado de pieles, Melinda fue al bosque. Y también halló a los enanitos, que solicitaron su ayuda.
– Os daré el pan, pero no mis pasteles- dijo altanera.
Los enanitos, enojados por su falta de generosidad, le concedieron cada uno cierto don… Cada día sería más fea; cada una de sus palabras se convertiría en un sapo; el rey la desterraría.
Melinda regresó sin fresas y, al empezar a hablar, sapos saltarines salían de su boca, mientras la nariz le crecía y los ojos se le achicaban. Furiosa, la madrastra odió más todavía a Lucía, a la que ordenó ir al río a lavar la ropa.
– ¡Pero madre!- exclamó la muchacha . El río se ha helado y no podré lavar.
La mujer, en medio de los mayores insultos, la obligó a salir de casa con el cesto de la ropa.
Y sucedió que le príncipe heredero, que se había extravidado en el bosque, halló a la muchacha y se quedó prendado de su belleza y bondad.
– Hola muchacha, ¿a donde vas?- con el frio que hace.
– Mi madrastra me ha obligado a venir a lavar al rio.
– No puedo consentir que te obliguen a realizar este tipo de trabajos en estas condiciones, guíame fuera del bosque y te llevaré a mi palacio.
Ella, emocionada por la apostura del príncipe, le guió. Y lo primero que hizo fue desterrar a ambas por el trato tan cruel e inhumano que le daban a Lucía.
Al volver su padre le contaron lo ocurrido, y el les agradeció que le descubrieran cuán malvada era su mujer, y se alegró que las hubieran desterrado,
Ni qué decir, que los hermosos jóvenes fueron muy felices.