Había una vez un buen chico de nombre Aladino, que como era tan pobre, vivía con su madre en una pequeña y sencilla casita cerca del reino de Arabia.
Todos los días del mundo Aladino se levantaba bien temprano en la mañana para recorrer las calles del reino en busca de comida.
A la caída de la tarde, el hambriento chico regresaba a casa con lo poco que había encontrado para compartir con su madre en la pequeña casita.
Un buen día, mientras Aladino se paseaba por el mercado, se encontró con un hombre alto y delgado vestido de negro que le llamó por su nombre.
– Hola muchacho, tu eres Aladino. ¿Cierto?
– Si, ¿Cómo es que conoces mi nombre? – preguntó el chico asustado.
– ¿No me recuerdas? Soy tu tío. He estado ausente durante mucho tiempo, pero por tu aspecto puedo ver que no la has pasado muy bien.
Aladino se sintió afligido por las palabras de su tío, porque en verdad, tanto él como su madre eran muy pobres.
– No te preocupes muchacho. Si me haces un favor te recompensaré con una moneda de oro.
– ¿En serio, tío? – exclamó Aladino muy entusiasmado – haré lo que me pidas.
Sin pensarlo dos veces, el señor vestido de negro partió con Aladino hacia el desierto, y después de varias horas caminando, arribaron a una enorme montaña cubierta de piedras. El tío apartó dos o tres de aquellas piedras y pudo verse entonces un pequeño agujero.
– Ahora debes seguir tu sólo Aladino. Si entras por ese agujero hasta el final podrás ver una vieja lámpara de aceite. Tráemela, por favor. Pero recuerda que no debes tocar más nada de lo que encuentres en esa cueva.
Aladino le pidió al tío que no se preocupara, y rápidamente se coló por el estrecho agujero. Desde el primer momento, el muchacho quedó deslumbrado con todas las cosas que encontró en el interior de aquella cueva: piedras preciosas, objetos enormes de oro macizo, monedas de plata y joyas exquisitas.
Asombrado por el lujo, el chico arribó finalmente al final de la cueva, y al encontrar la vieja lámpara decidió regresar a toda prisa, pero sus ojos no conseguían separarse de aquellas joyas y diamantes, así que decidió echarse un par de monedas de plata en el bolsillo, pensando que nadie notaría tal ausencia entre tantas riquezas.
– ¡Ayúdame a salir, tío! –le pidió Aladino al hombre al llegar al pequeño agujero.
– Primero dame la lámpara – dijo el tío con severidad.
– Por supuesto que te la daré, pero necesito salir de esta cueva.
– ¡No! Dame a lámpara.
– Por favor, antes necesito que me ayudes – exclamó el jovenzuelo alargando sus manos flacuchas.
Cuando se dio cuenta que el muchacho no le entregaría la lámpara, el señor vestido de negro se enfureció tanto que volvió a tapar el agujero con las piedras, y Aladino quedó entonces encerrado en aquella cueva oscura.
¿Cómo saldré de este lugar tan misterioso? – sollozaba el chico cubierto de lágrimas, y tan nervioso se puso que, sin darse cuenta, comenzó a frotar la vieja lámpara de aceite. Al momento, apareció ante Aladino un enorme genio.
– Tus deseos son órdenes, mi amo – exclamó la figura con una voz penetrante.
– ¿Yo? Yo solo quiero regresar con mi madre – le dijo el pequeño aun asustado por la presencia del genio.
Terminando de decir aquello, Aladino sintió como todo se alumbraba a su alrededor, y aún sin poder explicar lo que estaba sucediendo, apareció de repente en su pequeña casita. Al verlo, la madre quedó sorprendida, pero el chico le explicó que la lámpara era mágica y que les concedería todo lo que desearan. Desde ese momento, Aladino comenzó a vivir plácidamente con su madre, pues el dinero nunca les faltaba.
Convertido en un hombre rico, y mientras se encontraba dando uno de sus paseos por las calles del reino, Aladino vio por primera vez a la hija del Sultán. Tan enamorado quedó de aquella chica, que enseguida decidió llamar al genio para pedirle que le convirtiera en un poderoso rey, lleno de lacayos, carruajes y con un elegante y cómodo palacio.
Una vez hecho realidad su deseo, Aladino se dispuso a entrar en el palacio del Sultán con un ejército de caballos y sirvientes para pedir la mano de la princesa. El Sultán no dudó en aceptar la propuesta y así planificaron una inmensa boda a celebrarse en las próximas semanas.
Sin embargo, el tío malvado de Aladino se había enterado del suceso, y lleno de envidia se coló en el palacio por la noche mientras todos dormían. Con mucho cuidado, el hombre entró en la habitación del joven príncipe para buscar la lámpara mágica. Al encontrarla, la guardó entre sus ropas y salió a toda velocidad del lugar.
Al salir del palacio, el tío frotó la lámpara y apareció nuevamente el genio. Entonces, le pidió que le concediera todas las riquezas y la suerte de Aladino, y así fue. A la mañana siguiente, Aladino despertó en su antigua y humilde casita, y confundido por la situación, corrió hacia el palacio para contarle a la princesa.
Sin embargo, al llegar al lugar, el chico encontró al tío vestido con sus ropas disfrutando de un exquisito desayuno. Cuando vio a la princesa, Aladino le pidió su ayuda, y como estaban tan enamorados, la muchacha no dudó en echarle al tío perverso una buena dosis de veneno.
Tan pronto aquel hombre probó el último bocado de su comida, cayó en un profundo sueño que duraría por cien años. Seguidamente, Aladino tomó la lámpara maravillosa y la frotó con fuerza, el genio apareció al instante y el chico le pidió que le devolviera su antigua vida de felicidad.
Desde entonces, los jóvenes príncipes fueron muy felices por largo tiempo y nunca jamás oyeron hablar del tío malvado ni tuvieron que preocuparse por la mala suerte del destino.