En un tiempo pasado, muchos años atrás, un Rey enviudó de la peor manera posible: su Reina falleció durante el nacimiento de su primogénito. Abrumado por la pena, el Rey decidió superarla jurándose proteger y hacer todo cuanto estuviese en sus manos en pos de su heredero. Para su bautizo, el Rey escogió como madrina a una princesa de un reino vecino, célebre por su sabiduría y bondad. Tanto así era que se le reconocía como “La Reina Amable”.
Ésta bautizó al recién nacido como Alfege, y desde aquel momento juró llevarlo en su corazón Aunque de vez en cuando la pena seguía atormentando al Rey, lo cierto es que el tiempo acaba borrándolas, o al menos difuminándolas. De esta forma, volvió a contraer matrimonio, tras dos o tres años, con una princesa de belleza incuestionable, pero de dudosa amabilidad… Con ella, el Rey tuvo un segundo hijo, y la nueva Reina fue carcomida por los celos al saber que su hijo no sería el heredero. Mucho controló su rabia, hasta que no pudo más, y envió a un siervo a negociar con su antigua amiga, el Hada de la Montaña, con tal de que ésta ideara un plan para deshacerse del heredero, primer hijo del Rey e hijastro de la nueva Reina.
El Hada, sincera ante la Reina, le contó que, aunque sus deseos eran de ayudarla, esto le era imposible, puesto que un poder superior estaba protegiendo al príncipe ¿Cómo era posible? Con claridad, la Reina supo que quien se interponía en sus planes era “La Reina Amable”, quien protegía a su ahijado desde un país lejano con un rubí que le servía de talismán y escudo. Ésta última además sabía de buena guisa las intenciones de la malvada Reina, y advirtió al príncipe que el talismán sólo sería útil mientras permaneciese en su Reino. Esta condición llegó a la Reina mezquina, y ésta concentró sus esfuerzos en sacar al príncipe del reino.
Lo que ella no consiguió lo hizo un accidente. El Rey tenía una hermana con la que conservaba una estrecha relación y con quien se enviaba correspondencia a menudo, pues vivía en un reino lejano. La hermana del Rey, quien no conocía todavía a su maravilloso sobrino, se empeñó en acogerlo como invitado. El Rey, que tenía algunas dudas al respecto, accedió tras consultarlo con su esposa.
Estamos hablando de un momento en el que el Príncipe Alfege contaba ya con catorce años de edad, y ostentaba una belleza y una vigorosidad sin parangón. A lo largo de la infancia había sido criado por una de las grandes Damas de la Corte, quien primero fue su enfermera y posteriormente su institutriz. El cargo pasó tras ello a manos de su marido, que ejerció como su tutor y gobernador. Como el roce hace el cariño, es de imaginar el tremendo afecto que esta familia le profesaba a Alfege, y cómo éste lo devolvía a cambio. De hecho, la hija de ambos, Zaida, era como una hermana para Alfege.
Cuando el Príncipe comenzó a viajar de aquí para allá, era normal que esta pareja, y una larga comitiva, lo acompañasen. Dentro de los dominios de su padre todo era sencillo y agradable, pero los problemas arreciaban al propasar las fronteras. Una vez, se enfrentaron a un desierto plano sobre el que pendía constantemente un sol abrasador. Aunque refugiados bajo un grupo de árboles, la sed arreciaba y hacía daño. Tuvieron la suerte de toparse con un pequeño arroyo, el cual el Príncipe tastó por necesidad el primero. Tan pronto lo hizo, ¡de un chasquido desapareció! Ninguno de los allí presentes se explicaban lo sucedido ni lo encontraron… Mientras el gentío buscaba y gritaba a través de los árboles, un mono negro apareció sobre un saliente de roca y, arrogantemente, les espetó: “Pobre y entristecido gentío, regresad a vuestro reino, pues buscáis en vano a vuestro príncipe. Y sabed que él no volverá hasta que no hayáis errado en reconocerlo durante un tiempo”. Dichas las palabras, el mono desapareció, dejando a la plebe perpleja. Viendo que sus esfuerzos no sirvieron para nada, regresaron al reino. Una vez comunicada la triste noticia de la desaparición, el Rey se apenó hasta tal punto que cayó enfermo y falleció no mucho tiempo después.
La ambición de la Reina se desbocó, pues con el fallecimiento del monarca y la desaparición del heredero, vio a su hijo coronado y a ella misma con un poder casi ilimitado. Pero la Reina no era querida en su reino, pues los lugareños amaban a su Rey y su príncipe verdadero, y todos creían que la mezquindad de la nueva Reina Madre había obrado en su favor. De tan impopular que era, una revolución se erigió en pos de una nueva causa.
Entre tanto, la institutriz del Príncipe Alfege perdió a su amado marido, y hubo de seguir adelante con el cariño de su hija Zaida, quien se había convertido en una chica maravillosa y adorable. Ambas lloraban juntas las tremendas pérdidas sufridas recientemente.
El nuevo y joven Rey, hijo de la malvada Reina, tenía pasión por la caza, y a menudo salía como pasatiempo junto a los más nobles jóvenes del reino. Fue precisamente una larga mañana de cacería cuando un giro se produjo en la historia. Durante el descanso del almuerzo, junto a un arroyo y dentro de una tienda montada para la ocasión, el rey avistó en una rama un mono de un color verde brillante, el cual le miraba tiernamente. El Rey prohibió a sus cortesanos hacerle ningún mal y el mono, vista la confianza depositada en él, fue aproximándose lentamente. Al final, se recostó en el regazo del Rey, y tastó comida. El Rey quedó tan prendado que lo tomó como mascota, y de vuelta al castillo le profirió él mismo los mejores cuidados, sin dejar a nadie que interfiriese. En la Corte muy pronto se habló del precioso mono verde.
Por otro lado, mientras una mañana la institutriz de Alfege y Zaida estaban solas en casa, el mono, quien se había escapado del palacio, entró por su ventana. El mono se comportaba de forma tan agradable y delicada que, pasado el susto, madre e hija se apegaron a su sorprendente invitado. Se había ganado sus corazones. Pero no hubo de pasar tanto tiempo hasta que el Rey descubrió dónde se había escapado su mascota, y mandó apresarlo de nuevo.
Cuando fue a por él, siempre con buenos modales pues lo quería mucho, el mono se quejó tan lastimosamente que el Rey accedió a dejarlo un tiempo más con las dos mujeres.
Así fue como, una tarde, mientras estaban sentadas en el jardín junto a la fuente, el mono fijó su mirada en Zaida, con una mezcla de tristeza y amor tan profunda que madre e hija quedaron conmovidas. La emotividad se hizo más intensa cuando unos lagrimones empezaron a rodar por las mejillas del mono.
Al día siguiente, estando ambas sentadas junto a los jazmines del jardín, comenzaron a hablar sobre el mono verde, mientras éste las observaba desde arriba, en una rama. La madre, que le había dado vueltas a un pensamiento, le dijo a su hija que estaba convencida que el mono no era otro que el Príncipe Alfege. Los gestos airados y el llanto del mono arriba parecían confirmar sus palabras.
Al caer la noche, mientras la señora institutriz dormía, un sueño premonitorio le arrancó de la cama. En él, la Reina Amable le instaba a levantar la losa de mármol emplazada en su jardín junto al mirto, bajo la cual encontraría una jarra de cristal con un líquido verde y brillante.
Dicho fluido debía ser usado para lavar a aquello que la mujer tuviese más en mente en ese momento, acompañado de un baño de rosas. La institutriz no paraba de darle vueltas al sueño, así que, en vela, se levantó y corrió hacia el jardín, donde encontró todo tal y como la Reina Amable le había comunicado en la epifanía. Se apresuró a despertar a Zaida y juntas, sin que nadie más lo supiese, dispusieron un baño de rosas en una gran tina de jaspe, y lavaron al mono con el líquido verde.
El suspense no se mantuvo largo rato, pues casi de inmediato la piel del mono se desprendió y el Príncipe Alfege hizo acto de aparición, conservando cada ápice de belleza y encanto que tenía. El regocijo del reencuentro se escapa a cualquier descripción con palabras, momento tras el cual el Príncipe pasó a relatar sus aventuras y sufrimientos por el desierto. También confesó que la Reina Amable le había ayudado a facilitar un encuentro con su medio hermano, quien ahora era el Rey. Para ponerse al corriente, Alfege, Zaida y su madre necesitaron conversar durante días. En todo ese tiempo, la institutriz no dejó de pensar en cómo aupar a Alfege al trono, el cual le pertenecía por derecho.
La Reina, malvada, por otro lado, sentía creciente una ansiedad, pues había reconocido desde el primer instante a Alfege en el mono que su hijo había tomado como mascota. Sospechas que habían sido confirmadas por el Hada de la Montaña. Buscaba pues la mezquina monarca la forma de deshacerse del mono. Con su falsedad, acudió a su hijo, el Rey, y lloró al tiempo que le contó que le habían llegado noticias de que había gente que conspiraba para destronarlo. El Rey prometió aniquilar a todo aquel que se interpusiese en su camino, y para ello mandó a exploradores y espías. Obviamente, no se le pasaba por la mente que una viuda y su tranquila hija podrían acometer una revolución, pese a las advertencias de su madre… Pero el Rey era precavido, y decidió acudir a comprobarlo por sí mismo, con poca gente de confianza, y sin avisar a su madre. Fue en plena noche, y cuando tocó a la puerta sorprendió a las dos mujeres en plena conversación con el Príncipe Alfege, quien rápidamente se escondió.
Sin andarse con rodeos, el Rey les dijo a la madre y la hija que era consciente del complot contra su persona, y merecía unas explicaciones al respecto. Antes de que ninguna de ellas respondiese, Alfege entró en escena valientemente, reclamando la atención y reconociendo su responsabilidad. Su forma de hablar era tan digna, entusiasta y con gracia, que todos los presentes lo escucharon absortos.
El Rey acabó reconociendo en él a su medio hermano, quien había desaparecido hace años y había sido dado por muerto. En todo momento, como hemos podido contemplar, el Rey había mostrado un talante elegante y justo, no se había dejado persuadir por las malévolas pretensiones de su madre, y no iba a ser menos en ese instante. Con una honradez inusitada, reconoció el derecho al trono de Alfege, y abdicó en su favor allí mismo, frente a la mirada atónita de todos, al tiempo que le besaba la mano en señal de respeto.
Alfege se arrojó a los brazos de su hermano y, juntos, abrazados, acudieron al palacio real. En presencia de toda la corte el Príncipe Alfege se convirtió en Rey, y su hermano portó el honor de colocarle la corona. Para disipar cualquier sombra de duda sobre su identidad, pues nadie daba crédito a la reaparición del joven apuesto, el Rey Alfege mostró el rubí que la Reina Amable le había regalado en su infancia para protegerse. Mientras todos clavaban la mirada en el sello, éste estalló con un ruido estruendoso, y súbitamente la Reina Malvada expiró.
El Rey Alfege no tardó en contraer matrimonio con la persona que realmente amaba: Zaida. El gozo se completó cuando a la boda acudió la Reina Amable. Ésta se aseguró que el Hada de la Montaña, única persona que podía obrar en contra de Alfege, perdía todo el poder sobre el nuevo Rey. Para ello, la obligó a pasar un tiempo con los recién casados, agasajándolos con costosos regalos, y finalmente se retiró para siempre a su lejano país.
El corazón de Alfege, amable, reconoció una deuda con su hermano, y le ofreció compartir el trono. Ambos reinaron, en una historia hasta entonces nunca vista, durante muchos años y en buena salud. Y, como la bondad siempre impera, fueron amados y admirados allá donde fueron. Y pronto, en todo reino y en cada rincón, fueron conocidos en buena fama.