Hasta los hombres más buenos pueden corromperse ante el poder de sentimientos como el amor. Qué tragedia el ver a uno consumido por el odio a su semejante. En esta tesitura se encontraba uno de nuestros protagonistas, quien había encontrado en su compañero rivalidad por la mujer a la que amaba. Y es que ambos habían quedado hechizados por su embrujo, se habían enamorado de la misma doncella.
De forma paulatina y poco a poco, con el paso del tiempo, habían intentado acercarse a la doncella. Así fue como se programó una expedición a una isla, en la que los tres deseaban disfrutar de una agradable jornada de pesca. El equilibrio en esta relación era precario, pues ganar terreno se hacía a costa del otro, y viceversa. Así pues, resultaba más que obvio que durante la pesca uno iba a sufrir en sus carnes más desprecio que otro por parte de la joven.
Quien de ellos lo padeció, no lo supo asumir de buena gana. Pues además observó que la doncella se comportaba considerablemente de forma más agradable con el otro. Muerto de celos, el ser humano es una olla de malos pensamientos. El despechado se sacó de la chistera una artimaña para dejar al otro solo en la isla, y huir junto con la doncella. Aparentando que el escape había sido accidental, y que un infortunio había dejado atrapado a su enemigo, por supuesto.
El joven varado hubo de sobrevivir por sí mismo, pues apiadarse de sí mismo y sentirse un miserable no le iba a servir de nada. Hubo de tragarse el desplante y sacar a relucir ese instinto de supervivencia tan primigenio que todo ser manifiesta en las situaciones más extremas. Y así llegó hasta las Navidades, época en la cual observó una compañía que se aproximaba a la ínsula.
Entre los visitantes destacaban dos jóvenes mujeres, cuya vestimenta también resaltaba de la del resto, por lustrosa y ostentosa. Él los recibió sentado en un haz de leña, expectante, mientras la compañía se aproximó con desconcierto. Una de ellas, con tal de resolver de qué estaba hecho el hombrecillo de la isla, le pinchó. Pero tanta fue la mala pata que el alfiler también atravesó su propia piel, en el momento en que el náufrago opuso resistencia, y la joven sangró. Al ver la sangre correr, y el grito de horror que de su boca salió, la compañía huyó despavorida, dejando sola a la doncella con el joven, junto a un manojo de llaves.
La joven señaló al náufrago, y le expuso que de alguna forma era el responsable de la sangre que había extraído, motivo por el cual debían casarse. Las objeciones por parte de él no tardaron en manifestarse, pues su coherencia le dictaba que no mucho podían sobrevivir en aquella desértica isla. La doncella asumió como responsabilidad el proveer sustento para ambos. Él accedió y, una vez sellado el matrimonio, la joven se encargó de las provisiones sin problema alguno. “Mi familia es de buena clase y ricos son mis padres, no te preocupes por ello”, de tanto en tanto decía. Pero, eso sí, con misterio, pues el náufrago nunca supo de dónde salían todos esos víveres y enseres…
Los meses de invierno se sucedieron, con su crudeza, y la primavera llegó. Y con ella la época de pesca, la cual marcó el inicio de una oleada de visitas a la isla, por parte de pescadores, por supuesto. Para no verse amenazados, el matrimonio de náufragos se mudó a la otra parte de la isla.
La esposa advirtió a su marido que no se alarmase con los ruidos que escuchase en el ambiente, fuesen como fuesen y dondequiera que tuviesen su origen. Ardua tarea ésta, pues él los creía solos en la isla. Y más complicada se tornaba si los sonidos se daban en plena noche, en las horas de descanso. Así fue como un tremendo estruendo, como de maderas, emergió de entre el remanso de silencio, a altas horas. El náufrago botó de su sueño y se puso en estado de alerta, sin recordar claro está los avisos de su esposa.
Agitado, intentó conciliar el sueño, no en vano en vela permaneció largo rato. Cuando volvió a dormirse, lo hizo profundamente, y una agradable sorpresa le dio los buenos días. Y es que, sin saber cómo, una preciosa cabaña había sido construida para ellos. La doncella le dijo que escogiese un lugar para construir un establo, algo que su esposo hizo de buena gana. Y así fue erigido el establo, a pesar de que no había vacas ni caballos en la isla que lo pudiesen habitar. Es más, sin comerlo ni beberlo, y de la noche a la mañana, el náufrago se encontró con un almacén levantado para él y su esposa.
Ella, feliz y alegre de ver en la misma tesitura a su amado, le hizo una proposición: visitar a sus padres. Los ancianos, como no podía ser de otra manera, los recibieron con los brazos abiertos, llenos de gozo. Tal era su euforia que corrieron la voz, e invitaron a sus vecinos, para así celebrar un gran festín en honor de la pareja. La fiesta fue intensa, la diversión no decayó durante días, pero al final llegó el momento que nadie deseaba. El de partir de vuelta a casa.
El matrimonio, harto cansados aunque agradecidos, se dispuso a regresar a su morada. Antes de emprender el viaje, la joven advirtió a su marido: “Sé cauteloso al cruzar la puerta, brinca hacia el otro lado sobre el umbral”. Él, confundido pero confiado de las palabras de su esposa, saltó a través de la puerta. Entonces se percató de la sabiduría de las palabras de ella, pues su suegro le había lanzado un martillo que sus piernas habría quebrado de no haber botado.
Fue poner pies en tierra y salir corriendo, sin mirar atrás, pues así su mujer también se lo indicó: “Huye, huye sin echar la vista a lo que hay detrás de tus pies, y sin despistarte, sea lo que sea que escuchares. No te detengas hasta que no llegues allá donde te sientes más seguro, en tu hogar”.
Raudo y veloz, el náufrago temió por su vida, pues cuanto más se concentraba en acelerar, más de cerca escuchaba el retumbar de miles de pies tras él, como una estampida de ganado. No se creyó a salvo hasta que puso la mano sobre el pomo de su puerta, y entonces se permitió el lujo de mirar detrás y… ¡infinidad de vacas pacían el prado tras la valla! Otras tantas desaparecieron de su vista como un espejismo, pues estaban más allá de donde alcanzaba a ver.
El rebaño había sido, en efecto, otras de las armas que el padre de ella había enviado en pos de su yerno, una vez se había enterado que su hija había sido más astuta que él. La jugada le había salido mal nuevamente, pues no había podido acabar con él, y para más inri había perdido muchas de las vacas. Animalillos que bien le vendrían al náufrago para enriquecerse, desde luego.
A partir de entonces, viviendo los jóvenes en su hogar isleño, ella desaparecía de tanto en tanto. Se desvanecía sin explicación aparente, para consternación del náufrago. Un día, compungido y cansado de guardar silencio, le preguntó por qué a veces se iba sin avisar, a lo que ella respondió tajante y lacónicamente: “Marcho en contra de mi voluntad. Estoy obligada a partir”. Y añadió como solución: “Martilla un clavo en el umbral de nuestro portal, y entonces jamás podré pasar dentro o fuera”.
Así obró, sin pensarlo, el joven. Y fueron dichosos, y ricos, gracias al ganado que por azar les había arribado. Una vida sencilla es, la mayoría de veces, una vida feliz.