Tiempo atrás, un Rey en un castillo vivía desesperado. Pero, ¿por qué? Pues la razón bien sencilla era: carecía de jardines, de lugares frondosos y floridos que embelleciesen el reino. Por el contrario, el castillo estaba rodeado de tierras baldías, un feo páramo. Por suerte, el Rey encontró una solución, la cual halló en un jardinero, descendiente de los mejores jardineros. Éste consiguió hacer florecer aquella tierra, pero otros problemas aparecieron…
El propio jardinero, de hecho, fue el origen de los nuevos conflictos, pues la princesa se enamoró de su hijo. El hijo del jardinero, como podéis imaginar, no era el pretendiente ideal para el Rey, quien deseaba como tal al hijo del Primer Ministro. El Rey, sabedor de que todavía tiene un as en la manga, lo juega de la mejor forma posible. De esta forma, envía en un viaje muy muy lejano a los dos pretendientes. Aquel que primero regrese, se hará con la mano de la princesa. La injusticia se cierne sobre el hijo del jardinero, pues parte en situación de desigualdad al usar el hijo del Primer Ministro un caballo y mucho oro; mientras que el suyo está cojo, y sólo dispone cobre.
La desventaja de partida se acentúa más adelante. El hijo del Primer Ministro, que viaja más rápido, se encuentra con una mujer en harapos, quien demanda su ayuda para alimentarse, la cual el viajero rechaza. No así obra el hijo del jardinero, quien sí se detiene y le brinda comida y parte de sus bienes, amén de llevarla a lomos de su maltrecho caballo. Juntos, prosiguen la marcha. Al paso por la siguiente ciudad, el heraldo anuncia que el sultán que gobierna está muy enfermo. Si alguien pudiese salvarlo, podrá tener la recompensa que quisiese. La mujer en harapos ofrece su sabiduría al muchacho, diciéndole que sacrifique a tres perros en una pira, recogiendo posteriormente las cenizas y abriéndose paso hacia el sultán. La labor que sigue es más arriesgada, pues debe hervir al sultán en un caldero, con el fuego crepitante, hasta los huesos. Entonces, sería el momento de esparcir las cenizas.
Así actuó el hijo del jardinero y así revivió el sultán en su forma más joven y vigorosa. El muchacho, visto el éxito cosechado, también hace caso a la mujer en cuanto a la solicitud de recompensa, y pide un simple anillo de bronce. Dicho anillo es simple sólo en apariencia… puesto que contiene, ni más ni menos ¡que a un Genio de los Deseos! Efectuados estos, el hijo del jardinero cambia el rumbo de su viaje por completo, y lo hace a bordo de un velero espléndido, cargado de joyas, un casco dorado y tripulado por marineros elegantes y prestos. El devenir del hijo del jardinero parece virar por completo.
Entonces, llegado el momento, se encuentra con su rival, el hijo del Ministro, quien había gastado todo el oro con el que había partido. Irreconocible, el hijo del jardinero lo apoya otorgándole un barco, con la condición de marcar la piel de su dorso con el sello del anillo de bronce calentado. Hecho esto, el hijo del jardinero demanda un nuevo deseo al anillo, el de construir un navío de madera podrida, color negro, velas rasgadas y marineros enfermizos. De esta guisa retorna el hijo del Primer Ministro, clamando por la mano de la princesa.
Al tiempo que la princesa se prepara, infeliz, para la boda con el hijo del Primer Ministro, el Rey se da un garbeo por el puerto, preguntándose de quién será el lujoso y resplandeciente velero que luce en él. Más impresionado queda si cabe con el capitán del barco, el hijo del jardinero, a quien primero invita a la boda sin reconocerlo y posteriormente le hace padrino de la misma, concediéndole el inigualable honor de subir a su hija al altar.
El hijo del jardinero, previsiblemente, acepta, pero pone objeciones cuando descubre quién es el novio… La treta del hijo del jardinero se lleva a cabo, pues éste cuenta al Rey que el pretendiente no es digno de la princesa, y ofrece demostrar que es poco más que un esclavo. De esta manera, y pese a las negativas del novio, las marcas del anillo en su espalda lo delatan. Así es como el hijo del jardinero recibe la completa bendición del Rey y le concede la mano de la princesa…
Pero, ¡no acaba ahí la historia! Pues ambos viven un corto período de felicidad, mientras un estudiante de magia negra se acerca a comprender la verdad acerca del genio del anillo de bronce… Navegando el nuevo príncipe en su barco dorado, el mago negro persuade a la princesa para intercambiar el célebre anillo por peces rojos. Una vez tiene en sus manos el aro de bronce, el mago pide transformar por completo el navío: de oro a madera podrida, de marineros esbeltos a horripilantes, de tesoros enjoyados a gatos negros astutos…
El príncipe, dándose cuenta de que algún enemigo se ha hecho con el poder del anillo, navega hasta una isla habitada por ratones. Alarmada por los feroces gatos negros, la Reina Ratón envía un emisario para solicitar al barco que se aleje de la isla. El príncipe, astuto él, acepta, a cambio de que le ayuden a encontrar su anillo de bronce. La Reina Ratón, voluntariosa, pone a funcionar su red de espías, que no es ni más ni menos que todos los minúsculos ratones del mundo. Tres de ellos informan valiosamente de que el mago dispone del anillo, guardándolo en su bolsillo durante el día y dentro de la boca por la noche. Los ratoncillos acuden al rescate del anillo, y de forma ingeniosa vaya si lo consiguen… ¡Provocándole cosquillas al mago con su cola y haciéndolo estornudar para expulsarlo! Tras algún que otro contratiempo, los ratones devuelven el anillo al príncipe quien, profundamente agradecido, transforma su decadente barco en la preciosa nave que un día fue. Y así, recuperado el honor perdido, vuelve con su princesa y, tiempo al tiempo, se cobra la venganza con el mago oscuro. La cual, como todos podemos imaginar, se sirvió en plato muy pero que muy frío…