Esta historia versa sobre la mujer de un jardinero que tenía una inclinación natural al arte de la poesía y la bella escritura.
Sin embargo, aunque nunca renunciaba a escribir las ideas y versos que le venían a la mente, no había podido realizarse en esa virtud pues en su época las mujeres estaban limitadas a las labores domésticas.
Su marido no le prohibía dar rienda suelta a su creatividad, pero le reprochaba de vez en cuando lo que según él eran descuidos a sus labores de ama de casa para atender asunto poco importantes como escribir las bobadas que se le ocurrieran.
-Las mujeres no están hechas para eso –decía en esos momentos el jardinero, víctima de los prejuicios y discriminaciones de género mayoritarios en la cultura de la época que le tocó vivir-. Están concebidas para atender bien las cosas de la casa y sobre todo las necesidades del esposo.
La mujer no se amilanaba ante estas cosas, pero sí se deprimía un poco. En alguna parte de su ser anhelaba poder tener la oportunidad de compartir sus inquietudes sobre la vida y sus grandes cosas con alguien más, mientras más gente, sobre todo mujeres, mejor.
Con respecto al marido no se molestaba mucho, pues estaba segura de que la amaba tanto como ella lo amaba a él. Cuando lo veía molesto y alterado lo besaba en la mejilla y con esto calmaba cualquier inconformidad.
Pero sucede que un día le sonrió la fortuna a la mujer. A la casa llegó un primo de su marido, que casualmente era un joven seminarista con muy buena preparación e igual afición al arte de las palabras.
Bastó que intercambiaran algunos parlamentos en las conversaciones de presentación y en las habituales entre parientes que se estaban conociendo, para que este comprendiera que tenía ante sí una mujer con potencial para adquirir una elevada cultura y brindar al mundo creaciones que enriquecieran el espíritu.
La mujer se sintió orgullosa con los halagos que el primo de su marido le extendía, pero sabía que lo que le proponía era irrealizable.
El seminarista le propuso desarrollar por escrito todas sus grandes ideas y viajar a la gran urbe capital para incrementar su preparación y publicar con alguna, pero ella, sabedora de las dificultades que una mujer tendría para ello, no quiso arriesgarse.
Además, cuando el marido oyó aquello, que le pareció una locura, descartó apoyar cualquier plan al respecto.
Mientras todo esto sucedía, un duendecillo de ropaje rojo escuchaba desde la cocina. Era el mismo duendecillo que según las viejas leyendas acompañaban a las mujeres campesinas en sus labores domésticas, pero no ayudándolas, sino más bien haciendo trastadas para entorpecer y demorar su trabajo, aunque con una especie de entretenimiento, complicidad y aceptación por parte de las afectadas.
El duendecillo de nuestra historia prestaba atención a todo lo que se comentaba en la sala y no pudo evitar molestarse mucho. En su conciencia era él quien propiciaba tal capacidad de creación en la mujer, a la que por demás no molestaba tanto como sus antepasados sí habían hecho con otras campesinas.
Consideraba que gran parte del mérito, por no decir todo, de tal belleza apuntada en los versos y letras de la esposa del jardinero le correspondían por derecho. No obstante, su nombre nunca salió a relucir y esto le molestó bastante.
-Qué desagradecida esta mujer –comentó a la mascota de la casa, un viejo gato- ¿Cómo es posible que no reconozca mi papel en ese supuesto talento que tanto le celebran?
Por supuesto, por respuesta todo lo que recibió fue un simple maullido del gato, que ni tan siquiera abandonó su cómoda posición, recostada a la pata de una silla.
La molestia del duendecillo le hizo idear un plan no muy noble. A partir de ese momento haría trabajar aún más a la mujer, regando y deshaciendo todo lo que esta hiciera en la casa, de forma que no tuviera tiempo para ponerse a escribir, idear rimas, o filosofar sobre las grandes cuestiones de la vida.
Él era su única musa y por no ser reconocido no le daría más la oportunidad de crear que le había estado dando hasta ese momento.
Guiado por el dolor y el rencor, el duendecillo hizo partícipe de su plan al gato, el cual jugaría un rol esencial en el mismo. A partir de ese momento descorrería las puertas de la despensa, para que el felino se engolosinara con la nata y las provisiones de la casa al igual que haría él.
El gato no podía abstenerse, pues aunque se rehusara a hacer daño a sus amos cargaría con las culpas de lo que hiciera el duendecillo, invisible a los ojos de estos. Por tanto, si como quiera iba a coger golpes y regaños, mejor saborear golosinas y provisiones destinadas sólo al consumo humano.
Otras partes del plan incluían entorpecer la limpieza y desarreglar todas las habitaciones de la casa. El gato sería el vigía que alertaría al minúsculo duendecillo si la mujer o el jardinero venían mientras él regaba todo.
Parecía perfecto. Si la estrategia funcionaba, la mujer no tendría chance para más nada que para trabajar.
Pero las intenciones del duendecillo volverían a cambiar.
Resulta que esa misma noche, cuando se dirigía acompañado del gato a la habitación donde descansaba el seminarista para crear caos y desorden, halló que este conversaba con Rosa, que en definitiva era el nombre de la mujer, aunque es lo menos importante de la historia.
Felipe, que era como se llamaba él, trataba de convencerla de que diera más visibilidad a sus pensamientos y letras.
Tanto insistió, que Rosa cedió a su reclamo y le entregó un cuaderno donde estaban todos sus versos, apuntes y reflexiones.
Cuando el seminarista lo ojeó hallo algo de muy avanzado nivel, muestra de un verdadero don natural tanto por su forma como por su contenido.
El cuaderno contenía pensamientos muy avanzados para su época, que defendían los derechos de la mujer a acceder a la misma preparación y desempeñar las mismas funciones en la sociedad que los hombres. Todo ello, con un estilo poético capaz de tocar el alma y espíritu de los más reacios a la poesía y las causas nobles.
Como parte de todo esto Felipe leyó en alto unas reflexiones de Rosa en la que la mujer atribuía la responsabilidad de su don a un duendecillo llamado poesía, que según ella podría ser el mismo duendecillo de las viejas leyendas campesinas, encargados de entorpecer y animar a las amas de casa.
Para Rosa su duendecillo era bueno. La entorpecía poco y la hacía pensar en cosas que considera realmente importante.
Cuando el otro protagonista de nuestro cuento escuchó esto se sintió halagado. Poco importaba que su nombre no fuera Poesía, le bastaba con que reconocieran su rol determinante en los halagos que desde la mañana estaba escuchando.
Por ello abandonó los maquiavélicos planes que había ideado, lo cual fue un alivio hasta para el gato, y determinó que seguiría ayudando a la mujer del jardinero, aunque su ayuda real era no entorpecer.
Desde ese día la relación entre Rosa, la poesía y el duendecillo se estrechó aún más. Tanto fue así que la relación entre las pequeñas criaturas y las mujeres cambió para siempre, al punto de que estas hoy gozan de iguales derechos que los hombres en la sociedad y pueden desarrollar toda su poesía, arte y talento.