Hubo una vez un granjero llamado Tomás que compró una tierra a un precio bajísimo.
-Parece demasiado barato -dijo Berta, su esposa-. ¿No crees que puede haber algún truco?
-Claro que no, mujer-respondió Tomás-Se trata de un buen terreno. Y es mío. ¡Todo mío!
-¡Mío, quieres decir!
Tomás y Berta al oír estas palabras volvieron la cabeza y se quedaron pasmados al ver un enorme tipo peludo, parado a unos cuantos metros. Sus ojos parecían inyectados de sangre y su nariz era tan roja y redonda como una remolacha. Unas largas y puntiagudas orejas asomaban entre sus pelos, tiesos como las púas de un erizo. Le cubrían unas barbas tan enmarañadas como las matas de espino.
Vestía una ropa andrajosa y por los agujeros de sus harapos asomaban las rodillas y los codos llenos de pelos. En verdad nunca habían visto nada parecido, con aquellos brazos tan largos y los puños grandes como nabos.
-¡Fuera de mi terreno! -gritó, agitando sus brazos como las aspas de un molino.
-¿Su terreno?-dijo Tomás, dirigiéndose al personaje.
-Eso he dicho: mi terreno. Un terreno que antes de ser mío fue de mi padre, y del padre de mi padre y…
-Usted bromea -dijo Tomás-. Pagué mi buen dinerito por este terreno y firmé la escritura.
-¡Tú lo que tienes que hacer es largarte! ¡Yo estaba aquí primero! -vociferó el espantajo lleno de rabia.
-Bueno, pues ahora soy yo el que está aquí -respondió Tomás-. Esta tierra es mía.
Se quedaron frente a frente. A juzgar por sus miradas desafiantes, ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder.
Entonces Berta dijo:
-Se me ocurre una idea. Tú, Tomás, plantas y él recoge la cosecha. Luego la repartís entre los dos.
-Hum… De acuerdo -dijo el tipo.
Tomás no veía claro por qué iba a tener que hacer él todo el trabajo, y al final darle la mitad al otro. Pero Berta le hizo un gesto con la mano para que se callara.
-Vamos a ver, señor espantajo, ¿qué parte quiere usted de la cosecha, la de abajo o la de arriba?
-¿Qué, qué, qué?
-Quiero decir si prefiere la parte que crece por encima de la tierra o la que crece por debajo. Lo uno o lo otro. Rápido. Decida.
-Oh, yo quiero la parte de arriba, naturalmente. Vosotros os quedaréis con las raíces.
La sorpresa del espantajo se convirtió en carcajada limpia cuando sellaron con un apretón de manos el mutuo acuerdo.
-¡Formidable! -dijo Berta mientras se dirigían a casa- Lo que tienes que hacer ahora es plantar patatas.
Y eso hizo Tomás: aró el campo y plantó patatas. Arrancó las malas hierbas y cada día observaba cómo iban creciendo las matas verdes. Cuando llegó la época de la recolección, el peludo espantajo apareció por allí y exigió su parte.
-Ahí la tiene -exclamó Tomás- La parte de arriba es suya. Hermosas plantas de patatas que sirven para…, bueno, usted verá lo que hace con ellas. Las patatas son para mí.
-¡Tunante! ¡Tramposo miserable! -rugió el tipo aquél-. ¡Esto no es honrado! Te voy a…
-Un trato es un trato. Llévese la parte de arriba del patatal y déjeme en paz.
El peludo gigantón echaba humo de rabia. Pensaba… “¡Humpf! ¡Vas a ver lo que es bueno la próxima vez!”
Entrando en la conversación, Berta le preguntó: -¿Qué quiere el próximo año, la parte de arriba o la de abajo? Usted vuelve a escoger.
-¡La parte de abajo, desde luego! ¡La próxima vez vosotros os quedaréis con la de arriba!
Dejando esto bien claro se fue en medio de una gran pataleta.
-¿Qué haremos ahora? -preguntó Tomás.
-Planta cebada, querido. Ya veremos qué hace el espantajo peludo con las raíces de la cebada.
Así pues, en cuanto terminó de recoger las patatas, Tomás preparó el terreno y sembró cebada. Removió la tierra, la regó y cuando llegó la primavera aparecieron los verdes tallos que se transformarían después en una alfombra de oro. Llegado el momento de la recolección, el espantajo se presentó para llevarse la mitad de la cosecha.
-Ahí la tiene -dijo Tomás-, para mí la parte de arriba y para usted las raíces.
El peludo soltó un alarido feroz.
-¡Has vuelto a engañarme, miserable enano! Te voy a…
-Calma, calma -gritó Tomás-. Un acuerdo es un acuerdo.
-Muy bien, granjero, de nuevo has ganado. Pero el año próximo nos repartiremos la parte de arriba de las mieses. Porque plantarás trigo. Y cuando llegue el momento de la recolección, nos pondremos los dos a segarlo. Tú empezarás por la parte norte del terreno y yo comenzaré por la parte sur. Cada uno nos quedaremos con todo el trigo que seamos capaces de segar.
Tomás miró detenidamente los largos brazos de aquel tipo y se dio cuenta de que jamás podría cortar el trigo con la rapidez del gigantón.
-No, no hay trato -dijo Tomás.
-O aceptas o lucharás conmigo a muerte -gruñó el espantajo, alzando sus brazos peludos por encima de la cabeza y pataleando torpemente con sus enormes pies.
Conteniendo la risa, Tomás exclamó:
-¡Qué terrible espectáculo! Por favor, nada de peleas. No me gustaría hacerle daño…
Chocaron sus manos para cerrar el trato y el espantajo se marchó entre grandes risotadas.
Tomás contó a Berta lo ocurrido.
-¡Tiene unos brazos muy fuertes! Cortará diez veces más trigo que yo. Lo siento, pero esta vez estamos perdidos.
Berta se puso a pensar.
-Imagínate que ciertas espigas de trigo crecen con unos tallos más duros que los otros -dijo, al cabo de un minuto-. En tal caso, una de las guadañas se mellará mucho más de prisa que la otra.
Y le explicó su plan.
-¡Eso! -respondió Tomás- ¡Me alegro de que ese tipo no tenga una mujer tan lista como tú!
Tomás labró la tierra y la sembró de trigo, y vio cómo crecía y crecía, alto y dorado. Un poco antes de la siega, compró unas varillas de hierro y por la noche se acercó sin hacer ruido a la parte de terreno que correspondía segar al espantajo. Allí clavó las varillas en el suelo entre los tallos de trigo.
El día de la siega llegó, y apareció el espantajo, empuñando una guadaña en cada una de sus manazas. Tomás se puso a cortar trigo por la parte alta del terreno, y el espantajo por la parte baja. Tomás movía en círculo su guadaña con rápidos y amplios braceos y en torno a él caía el trigo dorado. En cambio el espantajo cortaba y golpeaba, sudaba y juraba, y pronto se detuvo.
-¡Mira qué duros son los tallos de trigo por esta parte del terreno! -gritó.
-Pues por esta otra, no hay ningún problema -señaló Tomás.
El espantajo era tan tonto que no se había fijado en las varillas de hierro. Afiló las dos guadañas y la emprendió de nuevo a golpes con el trigo. De vez en cuando se paraba y secaba el sudor de su frente. No paraba de refunfuñar.
-Estoy agotado de cortar este trigo.
-¿De veras? ¡Qué gracia! Yo me siento tan fresco como una rosa -decía Tomás, complacido.
El espantajo lo intentó de nuevo. Lanzaba las guadañas en todas direcciones, pero cada golpe las volvía más romas y melladas. Hasta que, furioso, las arrojó al suelo y gritó con gran voz: -¡Quédate con tu birria de terreno! ¡No vale la pena!
De una zancada saltó la cerca y corriendo como un gamo se perdió en la lejanía. Desde entonces, nunca, nunca jamás el espantajo peludo volvió a molestar a Berta y Tomás.