Estaba un día León persiguiendo a su conejo mascota cuando su buena amiga, el ama Felisa, le dijo:
— Han venido a verte el Primer Ministro y el Canciller.
Al entrar en el cuarto de estar, León se encontró a dos caballeros la mar de serios.
—Señor—dijo el Canciller—, como bien sabéis, hace tiempo que sois el heredero del trono. Vuestros súbditos han reunido por fin dinero suficiente para compraros una corona, de modo que sois nuestro nuevo rey.
—¿Significa eso que podré hacer lo que quiera? —preguntó León.
— Pues sí, señor, mas ahora debéis acompañamos para ser coronado.
Y le condujeron hasta un carruaje tirado por seis caballos tordos.
Durante el camino, León tuvo que pellizcarse y pellizcar a su conejo para asegurarse de que aquello sucedía realmente.
Las campanas no cesaban de repiquetear y la gente gritaba: “¡Viva León, nuestro rey! i Viva el rey León!”
Y León fue coronado aquella misma tarde.
Pero debido al peso del manto real y a tener que dar la mano a besar a tanta gente, León estaba completamente agotado y ansioso de regresar a la sala de juegos de palacio, donde el ama le habría preparado sin duda el té.
Una vez allí, León dio buena cuenta de unos emparedados de huevo y de una tarta de chocolate. “Iré a explorar la biblioteca real”, dijo al acabar. Y salió de la habitación con el conejo pisándole los talones.
Al llegar a la biblioteca, se encontró con el Primer Ministro y el Canciller.
—¡Qué cantidad de libros! —exclamó León—. Quisiera leerlos todos.
—Majestad —dijo el Canciller—, os aconsejo que no los leáis. El anciano rey se volvió un poco excéntrico. Ciertas personas decían, incluso, que era un mago.
—¿De veras? ¿Ni siquiera puedo leer éste?
— preguntó León, cogiendo un grueso volumen titulado “El libro de los animales”.
—No, señor, creo sinceramente que no —contestó el Canciller. Pero León ya había abierto el libro.
Al volver la página siguiente, vio un esplendoroso pájaro azul, ¡completo hasta el último detalle! Y mientras lo contemplaba, el hermoso animal agitó sus alas, las desplegó ¡y salió volando!
En la primera página vio dibujada una bellísima mariposa que parecía real.
—¿No es hermosa? —observó León.
Y, mientras decía eso, ¡la mariposa surgió del libro y salió volando por la ventana!
-Majestad —dijo el Primer Ministro—, debo insistir en que dejéis esos libros. — En esto tomó el volumen, lo cerró y lo colocó sobre una estantería alta. León, enfurruñado, cogió en brazos a su conejo y abandonó la biblioteca.
León se pasó toda la noche pensando en aquel libro, y al amanecer fue a despertar al ama Felisa.
— Debes ayudarme, ama.
Necesito un libro de la biblioteca y no puedo alcanzarlo. Es muy importante.
—¿Qué estás tramando?
—contestó el ama, que salió en busca de la escalera del jardinero y regresó con el libro que le había pedido León.
León salió corriendo al jardín, y al volver las páginas donde había visto la mariposa y el pájaro azul, y que ahora estaban en blanco, encontró una página donde había un inmenso animal rojo sentado bajo una palmera. Debajo aparecía escrita la palabra Dragón.
De pronto, el dragón se desprendió violentamente de la página. Exhalando humo por la boca, desplegó sus enormes alas y, remontándose sobre los árboles, se alejó volando hacia las lejanas colinas.
León estaba horrorizado de lo que había hecho. ¡Había dejado escapar a un temible dragón que sembraría el pánico entre sus leales súbditos!
—¡Y sólo hace un día que soy rey! —exclamó, llorando—. ¿Qué voy a hacer?
León lloraba porque había dejado escapar al dragón rojo del libro mágico.
— Se ha ido volando hacia las colinas — se lamentó al ama Felisa.
— Qué desgracia —dijo el ama abrazándole.
Más tarde fue a contárselo al Primer Ministro y al Canciller.
Advirtieron a todas las personas que anduvieran con cuidado. El ejército permaneció al acecho hasta el sábado por la tarde, cuando los soldados se marcharon a sus casas a comer algo. Y el dragón, que no estaba menos hambriento, se zampó a un equipo de fútbol enterito.
El lunes siguiente devoró al Parlamento completo, con ministros y todo, excepto al Canciller, que ese día estaba enfermo. La furia de la gente iba en aumento y León estaba desesperado.
Cuando fue a pedirle consejo al Canciller, éste le dijo:
— Lo único capaz de acabar con un dragón es una mantícora, majestad.
León buscó la palabra “mantícora” en el índice del “Libro de los animales”, y al volver la página indicada, surgió de la misma el animal, restregándose los ojos a causa del sueño.
—¡Hala, vete a luchar contra el dragón! —le ordenó León. Pero la mantícora no quería enfrentarse a ningún dragón y fue a ocultarse en las caballerizas reales. Al día siguiente, cuando el dragón se la encontró escondida allí, ¡acabó con ella de dos bocados!
Ya no quedaba nadie capaz de resolver la situación.
“Debo ser yo mismo quien salve a mi pueblo”, pensó León. Se encerró en la biblioteca un día entero y repasó todos las obras sobre dragones. Cuando terminó, había aprendido algo muy importante: los dragones suelen arder bajo el sol del mediodía.
Luego llevó “El libro de los animales” al jardín, buscó la palabra “Pegaso” y de la página adecuada, salió un bellísimo caballo alado.
Sin soltar el libro,
León se montó en el animal.
Ambos se alejaron volando hada las colinas en pos del dragón. Al aproximarse, vieron un hilo de humo gris que se elevaba por entre los árboles.
— ¡Ahí debe de estar el dragón! —gritó León. Y así era, allí estaba el monstruo, disfrutando su siestecita matinal.
Mientras volaban sobre él, el dragón se despertó con un pavoroso rugido y se abalanzó sobre Pegaso.
—¡Vámonos al desierto! — exclamó León, y condujo al caballo sobre montañas lejanas, ríos y valles. El dragón emprendió su persecución.
Al fin llegaron a una gran extensión desértica. No había ni pizca de sombra y el sol brillaba con fuerza en lo alto. Tan pronto como aterrizó Pegaso, León saltó a tierra y depositó “El libro de los animales” en el suelo, abierto por la página donde estaba la palmera. Mas cuando se disponía a subirse de nuevo en el caballo, resbaló y cayó. ¡En aquel momento hizo su aparición el dragón!
El dragón tenía tantísimo calor que empezaba a echar humo. Pegaso voló en torno al animal batiendo sus alas como si fueran fuelles. El humo se extendió en todas direcciones, ocultando a León de la vista del dragón.
El monstruo lanzó un grito de furia y comenzó a resoplar buscando desesperadamente la sombra. Entonces, al ver la palmera, se precipitó sobre la página y se instaló en el lugar que había ocupado antes.
—¡Hurra, lo hemos conseguido! —gritó León abrazando a Pegaso. De pronto sonaron grandes vítores, y León vio que se hallaban rodeados por el Primer Ministro, el Parlamento, el equipo de fútbol y la mantícora. El dragón no había tenido más remedio que dejarlos atrás.
Pegaso, nos llevarás a todos a casa de dos en dos —dijo León. La operación duró varios días, pero todos estaban tan satisfechos de haberse librado del dragón, que no les importó tener que esperar su turno. Para matar el tiempo, comentaban cómo su pequeño rey había conseguido derrotar al dragón, con un poco de ayuda por parte de Pegaso, por supuesto.