Hubo una vez dos hermanos que habían cumplido su servicio como soldados. El primero llegó a ser rico como un rajá, mientras que el segundo quedó más pobre que las ratas; tuvo que convertirse en labrador, limpió su terreno, lo cavó y sembró con semillas de nabo.
Pronto la semilla germinó y emergió del suelo un nabo, que fue desarrollándose hasta alcanzar un tamaño descomunal. Una vez extraído, era tan enorme que él solo llenaba una carreta, y se necesitaron dos bueyes para poder tirar de ella.
El atribulado hombre no sabía qué hacer con el nabo, hasta que pensó que si lo vendía no le darían gran cosa por él y que si lo comía tendría igual sabor que los nabos corrientes. Entonces resolvió llevárselo al rey.
Puso el gigantesco nabo en una carreta tirada por cuatro bueyes y emprendió el camino hacia el palacio real. El rey lo recibió muy amablemente y quedó asombrado al ver un nabo tan grande.
– ¡Confieso que jamás en mi vida he visto nada parecido!- dijo el soberano-. ¿De qué especie de simiente has obtenido este fruto? ¿O acaso eres un mago?
-¡Oh, no Majestad, no!- explicó el labrador-. Soy un pobre soldado que por no tener medios para vivir, he tenido que dejar el uniforme y me he metido a agricultor. Tengo un hermano que es rico y bien conocido de vuestra majestad; pero yo, como no poseo nada, he sido olvidado.
-¡Da por terminada tu pobreza desde hoy! – exclamó el rey-. Te daré tantas riquezas que no tendrás que envidiar nada a tu rico hermano.
Y dicho y hecho, hizo entregar al soldado-labrador tierras, caballos, bueyes, herramientas de labranza, rebaños de ovejas y un cofre que contenía monedas de oro.
Cuando el hermano rico oyó contar la inesperada fortuna de su pobre pariente, le invadió un terrible envidia, sobre todo al saber que aquélla se debía a un miserable pero enorme nabo con el que había obsequiado al rey. Creyendo capaz de hacerlo mejor, llevó de regalo al monarca los mejores caballos de su cuadra, los mejores bueyes de su establo y las más preciosas joyas de sus cofres.
El monarca aceptó los presentes y, después de reflexionar un rato, le comentó que no encontraba nada más digno para corresponder a su generosidad hacia su real persona que regalarle el nabo enorme, que suponía una gran riqueza dada su rareza.
Y así, el rico se vio obligado a cargar el nabo en su carroza y a llevárselo a su palacio. Cuando llegó, subió a su cuarto y dio rienda suelta a su rabia. determinado matar a su hermano. Con este fin ofreció una fortuna a unos malhechores y, yendo con ellos a casa de su pariente, le dijo:
-¡Mira, hermano: acabo de enterarme del lugar donde se encuentra enterrado un tesoro! Si vienes conmigo, nos lo repartiremos.
El buen hermano lo creyó sinceramente y siguió al perverso. No habían caminado cien pasos, cuando los asesinos cayeron sobre él y se dispusieron a colgarlo de un árbol. Mas cuando iban a realizar su criminal intento, se oyeron voces procedentes de la lejanía. Los malandrines metieron apresuradamente al pobre hombre dentro de un costal, colgaron a éste de una rama y lo dejaron allí abandonado.
El soldado empezó a revolverse dentro del costal, hasta que logró hacer un agujero por el cual sacó la cabeza. Vio entonces que se acercaba un estudiante.
-¿Cómo estás, estudiante?
El estudiante miró hacia arriba y quedó asombrado al ver moverse el costal y la cabeza humana que emergía. Entonces preguntó:
-¿ Cómo es que estás ahí?
-Por que he querido ser sabio.
¡Éste es el saco de la sabiduría! No llevo más que unos minutos metido en él y ya sé todo lo que se puede saber.¡Este saco hace inútiles las escuelas y los profesores!¡Dentro de cinco minutos bajaré y apabullaré a mis semejantes con mi inagotable sabiduría! Si tú deseas ocupar mi lugar unos minutos te darás cuenta de la bondad de mi costal.
-¡Bendita sea la hora en que te he encontrado! ¿ Me permitirás que me meta un ratito en tu costal maravilloso?
-¡Bájame y te daré gusto!- exclamó el soldado.
El estudiante bajó el costal, lo abrió y sacó al soldado.
Luego se metió dentro del costal y le dijo:
-¡Súbeme ahora!
-¿Cómo te encuentras , camarada?¿Has aprendido ya que la sabiduría es fruto de la experiencia? ¡Quédate ahí hasta que aprendas a ser cauto!- exclamó el soldado.
Luego, montó en el caballo del estudiante y se alejó silbando. Al cabo de una hora, un joven enviado por el soldado puso en libertad al ingenuo estudiante, que efectivamente había aprendido muchas cosas, entre ellas, que siempre debe primar el sentido común.