Había una vez en un reino casi desconocido un rey que perdió la vista. Una anciana, de las más sabias del lugar, dijo que el canto del pájaro Grip ayudaría a restaurar la vista del malogrado rey. El primogénito del rey se ofreció a ir en busca del pájaro, el cual se encontraba atrapado en una jaula de otro rey de otro lugar. Pero, en su camino, se entretuvo y permaneció en una posada donde reinaban el jolgorio y la alegría. El príncipe se divertía tanto que se olvidó por completo de su cometido. El hijo mediano y el pequeño del rey siguieron los pasos de su hermano mayor, quedándose el mediano también a disfrutar de la posada. El único que fue leal a su promesa fue el más joven, quien prosiguió en búsqueda del pájaro Grip.
El lozano hijo del rey se resguardó en una casita del bosque, desde donde escuchó gritos por la noche. Ya por la mañana, intentó averiguar el origen de semejante ruido. Una joven le comentó que procedían de un hombre fallecido hace tiempo, a quien el posadero había matado por no pagar las deudas contraídas. El ventero, además, rechazó enterrar al hombre si alguien no pagaba el funeral. El joven príncipe, entonces, pagó su cuenta en la casa del bosque, pero solicitó a la chica que le ayudara a escapar en medio de la noche, ya que no se sentía seguro en aquel lugar. La joven, que también temía a su jefe, le contó que el posadero guardaba la llave del estable bajo su almohada, y prometió conseguirla a cambio de que le dejase partir con él. El pacto se cerró, ambos escaparon y el joven príncipe le consiguió un puesto a la chica en una buena posada antes de continuar su viaje.
Prosiguiendo su camino, el chico se encontró entonces con un zorro, que le dijo que podía ayudarlo en su cometido. Cuando ambos arribaron al castillo donde estaba el pájaro encerrado, el zorro le concedió al príncipe tres granos de oro que le servirían para adormecer a quien pudiese obstaculizarlo. Uno lo usó para la Sala de Guardia, otro para el que protegía la sala del pájaro Grip, y otro para el pájaro mismo. El joven se vio en situación de poder llevarse el pájaro pero, ante todo, no debía acariciarlo, según las instrucciones del propio zorro. No obstante, el carácter dulce y delicado del príncipe le jugó una mala pasada, y acabó acariciando al pajarillo dormido. Éste se sobresaltó y empezó a graznar fuertemente, despertando a todo el castillo y provocando la captura del príncipe. Ya como prisionero en los calabozos, el zorro apareció de nuevo e instó al chico a que dijese siempre “Sí” en el juicio que se iba a llevar a cabo. Así fue como el príncipe aseveró incluso que se trataba de un experto ladrón. El rey de aquel lugar le ofreció su perdón, pero a cambio debía traerle a la princesa más bella, la del reino vecino.
Otra vez, el zorro le entregó tres granos de oro: uno para el guarda, otro para los aposentos de la princesa y otro para su cama. Una nueva advertencia acompañó a los granos, y era que, por nada del mundo, debía besar a la princesa. El príncipe de nuevo falló en su cometido, y su beso a la princesa la hizo despertar. Encarcelado y juzgado, el joven debía de nuevo declarar sí a todo lo que le cuestionasen, incluso si era un experto ladrón. El rey de este reino también le concedió perdón, bajo la condición de que le portase, del reino adyacente, el caballo con las cuatro herraduras doradas.
La historia se repitió de nuevo y el zorro, quien estaba empeñado en ayudar a nuestro príncipe, le entregó otros tres granos dorado. Los objetivos, como podemos imaginar, eran los guardias, el establo y el pesebre el caballo de marras. La advertencia para la ocasión era no prestar atención a la montura dorada, añadido a que el zorro, por primera vez, no podría salvarlo. El príncipe, una vez en el pesebre, se encandiló de la montura de oro, e intentó alcanzarla… ¡cuando algo golpeó su brazo! El joven, desconcertado, se acordó de la advertencia del zorro, y condujo al caballo fuera ignorando la peligrosa montura. Más adelante, el príncipe confesó su torpeza al zorro, quien a su vez declaró que había sido él quien lo había sacudido. De vuelta al castillo de la princesa, de quien el príncipe no podía olvidarse, solicitó nuevo auxilio a su amigo el zorro, quien le dio, por enésima vez, tres granos dorados. Esta vez, el joven príncipe fue exitoso en su labor, y logró llevarse a la princesa en el caballo de las herraduras doradas. El chico, de emoción por las metas alcanzadas, pidió una nueva oportunidad para capturar al pájaro que no pudo, tarea que en esta ocasión logró cumplir sobradamente utilizando los granos que el zorro le prestó.
Pero, para sorpresa del príncipe, las advertencias del zorro no acabaron allí. Y es que éste le instó a no rescatar a nadie haciendo uso del dinero adquirido. El dilema moral surgió de nuevo en el joven cuando se enteró que sus hermanos habían contraído una deuda tremenda en la posada, e iban a ser ajusticiados en la horca. El joven príncipe pagó la deuda, ganándose, para más inri, los celos de sus hermanos mayores, que acabaron por arrojarlo al foso de los leones. No contentos con ello, le robaron los bienes conseguidos por él: caballo, pájaro y princesa. A esta última la amenazaron, pues no querían que nadie descubriese en su reino que ellos eran unos malhechores y unos hipócritas. Mintieron, por tanto, los príncipes mayores a su padre, comunicándole que el hermano menor se había endeudado y había sido ahorcado. Lo que no sabían estos holgazanes es que, bajo semejantes falacias, el pájaro dejaría de cantar, el caballo no permitiría que nadie lo montara y la princesa no cesaría de llorar.
El más joven, que permanecía en el foso, recibió la visita del zorro. Gracias a él, los leones no le hirieron y además pudo escapar. El zorro le dijo las sabias palabras: “Los hijos que olvidan a su padre también traicionarán a su hermano”. Tras toda esta vorágine de acontecimientos, el bondadoso zorro instó al príncipe a cortarle su propia cabeza, algo que, con obviedad, el joven rechazó. Pero el zorro entonces amenazó con cortársela a él, y el príncipe acabó cediendo. Tras, siguiendo su honor, haber cumplido los designios del zorro, una figura joven apareció ante el príncipe. Ésta le confesó que era el hombre muerto cuyas deudas había pagado el príncipe en la posada. Como muestra de agradecimiento, le había ayudado a lo largo de todo el viaje.
El príncipe, entonces, se vistió como un herrador de caballos, y partió de vuelta a su castillo. No siendo reconocido por su padre, trabajó herrando al caballo de las herraduras de oro, labor que nadie había podido hacer y que el Rey perseguía desde hace tiempo. Lo consiguió, puesto que el caballo reconoció al príncipe como amigo. El Rey, todavía infeliz, declaró que no comprendía por qué el pájaro Grip no cantaba, y por qué la princesa sollozaba. El príncipe, todavía extraño en su corte, se ofreció a devolver la alegría al pájaro, pues lo conocía bien. Tras consultar a sus caballeros de confianza, el Rey accedió a dejar entrar aquel desconocido a sus aposentos.
Nada más irrumpir en las estancias reales, el príncipe llamó al pájaro por su nombre: Grip. Así fue como el lindo pájaro retomó el canto feliz, causando jolgorio y dicha a la princesa, quien volvió a sonreír. La cadena de sucesos ayudó al Rey a recobrar la visión. Cuanto más alegre cantaba el pájaro, más clara era la vista del Rey. Así fue como, en última instancia, reconoció a su hijo menor en aquel herrador desconocido. Gracias a ello y a la confesión de la princesa, el Rey conoció la verdadera historia, y la justicia llegó a su reino. Expulsó a sus dos hijos mayores, y permitió contraer matrimonio al joven príncipe con la hermosa princesa. Todos en la corte, desde entonces, incluidos el pájaro Grip y el caballo, el príncipe y la princesa, vivieron felices para siempre.