Una joven gaviota se paró al borde del acantilado; le daba miedo volar. Dio una carrerita y movió las alas. Pero el mar se veía enorme allá abajo y estaba segura de que sus alitas no la sostendrían. Así que dio media vuelta y fue a cobijarse en el nido donde había nacido.
Incluso cuando observó a su hermana y su hermano correr hacia el borde, agitar sus alas y lanzarse a volar, no tuvo valor para imitarlos.
Su padre y su madre la llamaban insistentemente, animándola a probar y amenazándola con que se moriría de hambre si no echaba a volar. Pero ella no podía moverse.
Durante un día entero nadie se le acercó. Miraba a sus padres que volaban con sus hermanos, enseñándoles a elevarse, planear, deslizarse a ras de las olas y sumergirse para pescar. Vio a su hermano pescar su primer pez y comérselo, mientras los padres le miraban orgullosos. A ella nadie le trajo alimento.
Cuando ya el sol se ponía, rebuscó entre la hierba y las algas del nido algo para echarse al pico. Incluso picoteó las cáscaras del huevo de donde ella misma había salido.
Su hermano y su hermana dormitaban sobre el acantilado de enfrente. Su padre atusaba las plumas de su dorso blanco. Su madre les observaba muy erguida desde una roca. Picoteó un pedazo de pescado que había a sus pies y frotó su pico, por ambos lados, contra la roca.
A la vista de la comida que tenía su madre, enloqueció la joven gaviota. ¡Cómo le gustaría comer un poco de pescado!
—Ga, ga, ga—, gritó, pidiendo a su madre que le trajera algo de alimento. Siguió llamando lastimosamente y de pronto dio un grito de alegría. Su madre había recogido un trozo de pescado y volaba hacia ella. Se reclinó hacia adelante con entusiasmo, tratando de acercarse lo más posible.
Pero su madre se paró frente a ella con las patas relajadas y las alas extendidas. Suspendida en el aire, llevaba el pez en el pico y estaba tan cerca que la joven gaviota casi podía tocarla. ¿Por qué no se acercaba? ¿Por qué no le daba el pez? Casi sin poder se inclinó más hacia adelante.
Con un grito terrible, cayó del acantilado al vacío. La madre batió sus alas. A medida que iba cayendo, la joven gaviota oía a su madre volar sobre su cabeza. Le entró tal terror que se le paró el corazón y ya no oía nada. Pero duró sólo un momento. De pronto sintió que sus alas se desplegaban. Podía sentir las puntas cortando el aire. Ya no se caía. Ahora iba planeando hacia abajo y ya no tenía miedo. Sólo se sentía algo mareada.
Entonces batió sus alas y empezó a subir. Gritando de júbilo, volvió a batir las alas y subió un poco más. Levantó el pecho para aminorar el viento.
—Ga, ga, ga—. Su madre pasó junto a ella. Le respondió con un grito. Entonces olvidó completamente que hasta hacía un momento no había sido capaz de volar y comenzó a hacer piruetas.
Bajó hasta rozar el agua, volando muy cerca de la superficie. Vio las olitas blancas sobre la gran masa verdiazul y contempló a su familia posarse sobre ellas. ¡Le estaban llamando para que se acercara! Entonces, dejó caer las patas para posarse en el mar.
¡Las patas se hundieron!
Gritando de miedo, trató de elevarse nuevamente, batiendo las alas. Pero sus patas se hundían cada vez más hasta que su cuerpo reposó en el agua.
Y dejó de hundirse. ¡Estaba flotando! A su alrededor, la familia daba gritos de júbilo y alabanza.
La joven gaviota había hecho su primer vuelo.