Era un día de sol, en pleno invierno, cuando Narana comenzó la larga caminata de vuelta a su pueblo. Había pasado unos días con su hermana en la montaña, y regresaba ahora a la costa al lado de su marido y los niños.
Con unos zapatos, parecidos a raquetas de tenis, Narana podía caminar fácilmente por la nieve blanda. Pero de pronto cambió el tiempo. El viento arreció y arremolinó la nieve. La pobre Narana apenas podía ver por dónde iba.
El vendaval la tiró al suelo y rodó y rodó, llevada por la tormenta, hasta que topó con lo que parecían ser dos grandes árboles.
Por fin amainó el ventarrón y comenzó a despejarse el cielo. Pero Narana no tenía ni idea de dónde estaba. Frente a ella se extendían cuatro lomas redondeadas, parecían los dedos de una mano gigantesca. Al caer la noche Narana llegó a la cumbre de la loma más alta, donde encontró un hueco para protegerse del viento. Rendida y desdichada, se acurrucó y se quedó dormida.
Por la mañana Narana fue caminando a lo largo de la loma. A un lado la cuesta era escarpada y estaba cubierta de extrañas matas. Al otro lado, enormes trazos azules surcaban la ladera como ríos subterráneos.
Bajó deslizándose entre éstos, y emprendió la subida de la ladera opuesta. Caminó durante horas. De vez en cuando, oía ruidos como de burbujas bajo sus pies. Estaba intrigada…
Qué lugar más extraño. Nunca me había encontrado en un sitio como éste. ¿Dónde estaré?”
Llegó hasta una enorme meseta plana. A lo lejos podía ver una extensa selva negra que parecía tocar el cielo. Narana se encaminó hacia allí, pero a mitad de camino volvió a sorprenderla la oscuridad, y encontró un bosque
donde guarecerse para pasar la noche.
Al día siguiente se despertó cansada y hambrienta. Se echó a la boca un puñado de nieve para calmar la sed, pero no pudo comer porque había perdido toda su comida durante la tormenta. Apenas había emprendido el camino
hacia la enorme selva negra, cuando sintió que la tierra empezaba a palpitar y moverse bajo sus pies.
‘¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!”, resonaba acompasadamente.
-¡Es un terremoto! La tierra se va a abrir y me tragará…
De pronto estalló en el aire un ruido atronador.
—¡Ah! ¿Quién eres tú? ¿Y qué haces aquí, a donde nadie viene jamás?
Al principio Narana se quedó sin habla. Miraba a su alrededor pero no veía a nadie.
-S-soy Na-Narana. Iba camino de casa y me perdí en la tormenta. ¿Quién es usted…? ¿Qué cosa es usted? ¿Es el fantasma de la montaña?
-No. ¡Soy un gigante! Me llamo Kinak. Duermo solo en esta gran llanura, así puedo estirar las piernas sin aplastar pueblos ni árboles.
-Pero ¿dónde está usted?
-Estoy debajo de ti, Narana. Desde hace dos días has estado andando sobre mi cuerpo. Empezaste en mi mano izquierda, y ahora estás sobre mi corazón. Me imagino que lo oyes.
-¡Sí, sí, claro que lo oigo! Ay, espero no haberle hecho daño.
La tierra tembló de nuevo, esta vez con mucha más fuerza que antes. Narana rodaba y rebotaba… La risa del gigante resonaba en toda la llanura.
-No, pequeña, no me has hecho daño. Ni siquiera cosquillas. Una manada de renos puede ser molesta, pero un solo ser humano ni se nota.
El gigante dejó escapar una risita, y Narana se encontró de rebote en la nieve.
-Te vi por primera vez cuando dormías hecha un ovillo entre mi pulgar y mi índice. Después te dejaste caer por mi mano y te encaramaste por la muñeca hasta mi brazo y mi estómago. Lo que ves frente a ti es mi barba. Pero yo no puedo verte bien ahora, a menos que levante la cabeza y te mire por encima de la nariz. ¿Por qué no trepas a mi cara?
Narana tardó muchísimo en escalar hasta la cara de Kinak. Con la barba tan cerrada pensó que era mejor dar un rodeo por el cuello y trepar hasta la oreja.
-Será mejor que sigas derecha hasta la punta de mi nariz, no quisiera tragarte por error.
Narana pidió al gigante que hablara bajito, porque le asustaba mucho su voz. Y cada vez que él hablaba, se caía.
Sin embargo, ella tenía que hablar a gritos, incluso desde su nariz .
-Kinak, tendré que irme pronto, llevo dos días de retraso y mi familia debe estar muy preocupada. -Bueno, si tienes que irte… Pero te echaré de menos, Narana. Esto es muy solitario. Aunque podré volver a estirarme y dar la vuelta. No me he movido desde que noté que estabas sobre mí, por miedo a aplastarte.
-Gracias, Kinak, ha sido muy amable. Pero, ¿dónde estoy?
-Eso no importa. ¿Dónde vives?
-En Tivnú, un pueblo junto al mar.
-Ah, bueno, no está lejos. Puedo soplarte hasta allí.
-¿Cómo dice?
-Ven, súbete a mi labio inferior y siéntate de espaldas a mí.
Narana hizo lo que el gigante le ordenó. Debajo de ella comenzó a levantarse el labio a medida que Kinak inspiraba profundamente. Sopló con suavidad y Narana salió volando por los aires, dando volteretas como una peonza. Pocos segundos después aterrizó sana y salva en un blando montón de nieve. Se puso de pie y se sacudió la ropa; a pocos pasos estaba su pueblo, Tivnú.
Narana empezó a caminar alegremente hacia casa. Mientras andaba, pareció oír un débil rumor, como el retumbar de un trueno lejano. Sonaba como si fuera un gigante sollozando. También a ella se le escapó una lágrima.