No es fácil escuchar historias nacidas de la humildad. Por una vez, dejamos de lado reinos de príncipes y princesas, para conocer un relato de cimiento sencillo pero moraleja acuciante. Nuestro protagonista es un zapatero quien, en pos de ganarse un jornal, y con él la vida, dejó su casa para soñar con enriquecerse. No lo pudo conseguir, pero ganó el suficiente oro como para poder comprarse un burro, con quien regresaría a su hogar.
El camino, más peligroso de lo que pudiese parecer, le iba a deparar una sorpresa en forma de asaltantes. El zapatero, receloso del dinero que con su sudor había obtenido, escondió sus monedas en las crines del burro. Pero no podía controlar al animal, el cual se sacudió, haciendo saltar el oro por los aires. El zapatero, que astuto era, espetó la mejor excusa que se le ocurrió: “Este burro produce oro, ¡y no pide nada a cambio!”. Los ladrones, prestos, adquirieron el burro por cincuenta piezas de oro. El zapatero, sabiendo del talante avaricioso de los malhechores, les instó a guardar cada noche por separado las monedas, para así evitar riñas por el dinero.
Los rufianes, finalmente, supieron que habían sido engañados por el zapatero, y en consenso decidieron cobrarse su venganza. El zapatero, siempre alerta, los vio venir, y agarró a su esposa poniéndole una vejiga plena de sangre en el cuello. Una nueva treta el zapatero discurría con ello… Y es que, los malvados alcahuetes, amenazaron el zapatero, quien les dijo que les devolvería el dinero. Tras enviar a su esposa a recogerlo, ésta titubeó, instante que el zapatero aprovechó para rajar de un tajo la vejiga de sangre. Ella cayó rendida al suelo como si estuviese muerta. Y así, con ese panorama, el zapatero empezó a tocar la guitarra. La música, celestial para algunos pero no para todos, hizo resucitar a la mujer del zapatero, hecho que maravilló de nuevo a los ladrones. No desaprovechando la oportunidad, se hicieron con la guitarra, eso sí, previo pago de cuarenta piezas de oro añadidas. Todos y cada uno apuñalaron a sus esposas, quienes, por esta vez, no pudieron ser reanimadas.
Furiosísimos, los ladrones fueron en busca del zapatero. Éste, de nuevo al tanto de que tenían sed de venganza sobre él, urdió un nuevo plan: esconderse en un viñedo y mandar a su esposa soltar al cuando se aproximasen los cuatreros, promulgando que había sido idea del zapatero.
Al llegar los ladrones, el perro fue liberado, y el zapatero retornó a su hogar. La coincidencia sorprendió gratamente a los timadores, y compraron al perro por otras tantas piezas de oro, esto es, unas cuarenta. Como sucedió en las ocasiones anteriores, sometieron a prueba su compra, y de nuevo les salió el tiro por la culata, pues al liberar al perro, éste regresaba con el zapatero.
Totalmente desquiciados, los ladrones se lanzaron a tomarse la justicia por su cuenta, arrastrando al zapatero a una bolsa y arrojando ésta al mar. En medio de su propósito, los rufianes pararon en una iglesia a descansar y a protegerse de calor que arreciaba. Entonces, un criador de cerdos se paseó por allí, con una piara. El zapatero, que deseaba salvarse a toda costa y ello pasaba por salir de la bolsa, también timó al porquero. De manera fantasiosa, le comentó que los demás querían que él contrajese matrimonio con la princesa, y que él no lo iba a hacer ni a la fuerza. El zapatero, aprovechando la situación, preguntó al porquerizo si quería intercambiar papeles, propuesta que éste acogió entusiasmado.
El zapatero partió con los gorrinos. Y los ladrones, pensando que por fin se iban a deshacer del zapatero, lanzaron al mar la bolsa, hundiendo para siempre en sus profundidades al pobre criador de cerdos. Cuando, por casualidad, más adelante los ladronzuelos se cruzaron con el zapatero, quien iba con los cerdos, quedaron asombrados. Con mucha guasa y socarronería, el zapatero se iba a reír una vez más, y ya iban bastantes, de los miserables ladrones: “-¿A qué vienen esas caras de asombro? ¡Ah, los cerdos! Vaya, ¡pues si vieseis la cantidad que hay bajo del mar! Y cuanto más al fondo, más animales podréis encontrar.”
Los rufianes, ingenuos y crédulos como ellos solos, le preguntaron al zapatero si todavía quedaban animales de esos de los que hablaba, algo que nuestro protagonista afirmó rotundamente. Complaciente y servicial, el zapatero los acompañó al lugar desde donde ellos habían arrojado el cuerpo al mar, y les aconsejó, para asegurarse alcanzar el fondo, atarse cada uno una piedra al cuello.
Este sería el fin de los ladrones, malvados y condenados malhechores que yacerían por siempre en lo más profundo de los mares. El zapatero, por el contrario, retornó a su humilde casa, acompañado por los cerdos, y de ahí en adelante se convertiría en un hombre de admirar, dichoso y rico, para el resto de sus días.