Una tenebrosa noche de invierno, dos gatitos salieron de la cueva en que habían nacido. Era la primera vez que se atrevían a hacerlo. Estaba tan oscuro que Gobolino apenas podía ver a Salima, su hermana gemela, que era tan negra como la misma noche.
-¿Qué quieres ser cuando te hagas mayor? -le preguntó Gobolino.
-Seré una gata embrujada como mamá -contestó Salima- Aprenderé magia, montaré en una escoba y convertiré los ratones en ranas y las ranas en lagartijas. Volaré en el viento de la noche con los murciélagos y los buhos, gritando \Miiauuuu\ Y todos dirán: “Allá va Salima, la gata embrujada”.
Gobolino se quedó callado y al cabo de un buen rato dijo:
-Yo seré un gato faldero. Me tumbaré junto al fuego con las patas encogidas y me pondré a ronronear. Cuando los niños de la casa vuelvan del colegio, me tirarán de las orejas y me harán cosquillas. Cuidaré la casa, cazaré ratones y vigilaré al bebé. Y… __ después que todos los niños se hayan ido a la cama, me subiré a la falda de la madre. ¡Me llamarán Gobolino, el gato faldero!
-¿.Es que no prefieres ser malo?
-No -contestó Gobolino-. Seré bueno para que la gente me quiera. Nadie desea tener gatos embrujados.
En ese momento, un rayo de luna iluminó a los gatitos. Salima exclamó, arqueando el lomo:
-¡Hermano! ¡Tienes una pata blanca!
Todo el mundo sabe que los gatitos embrujados son negros de pies a cabeza y que tienen los ojos muy verdes. En la cueva, que era muy oscura, nadie había notado que Gobolino tenía una patita blanca. Y para colmo de males sus ojos eran ¡azules!
Salima entró corriendo en la cueva.
-¡Mamá! Gobolino tiene un calcetín blanco y ojos azules. ¡Y quiere ser un gato faldero!
Su madre salió a la puerta de la cueva, seguida de la bruja. Golpearon a Gobolino, le tiraron de las orejas y de la cola, y lo arrojaron al rincón más negro y húmedo de la cueva, donde vivían los sapos.
Más tarde, oyó que la bruja decía a su madre:
-Salima será una buena gata embrujada. ¿Pero qué podemos hacer con Gobolino?
Cuando salió la luna, la bruja y su gata montaron en una escoba, llevando a los dos gatitos en una bolsa. Volaron a tanta velocidad que el pequeño Gobolino, espiando a través de un agujero, vio que las estrellas pasaban zumbando, como una lluvia de diamantes. Se mareó al intentar mirar hacia abajo. Salima maullaba de alegría, pero Gobolino derramaba lágrimas de terror sobre su patita blanca.
-¡Basta, por favor! ¡Quiero parar! ¡Por favor! ¡Por favor!…
Pero nadie le hizo caso.
Por fin, la bruja y su escoba se lanzaron sobre el Monte Huracán. Allí vivía una hechicera vieja y horrible que aceptó hacerse cargo de Salima para enseñarle a ser una gata embrujada.
Salima estaba tan contenta que casi ni se despidió de su hermano. Quería comenzar sus lecciones sobre cómo convertir a las personas en sapos y ranas.
La bruja se negó a aceptar a Gobolino.
-¡Un gato embrujado con una pata blanca! ¡Nadie lo querrá!
Visitaron cincuenta cuevas, pero ninguna de las brujas quiso quedarse con él, porque tenía una pata blanca y ojos azules. Regresaron a casa, y la bruja le dejó otra vez con los sapos.
Por la mañana se despertó y descubrió que estaba solo. La bruja y su madre se habían ido.
-¿Y si no vuelven nunca? ¿Qué puedo hacer?
Entonces tuvo una idea.
-Ahora no tengo que ser un gato embrujado. Me iré a buscar un hogar feliz donde pueda vivir para siempre.
La cueva de la bruja estaba junto a un bosque, cerca de un río. Gobolino se lavó la cara y el cuerpo con mucho cuidado, y echó a andar por los campos hasta perder de vista el bosque. Después de mucho andar llegó a un río
caudaloso. Se quedó mirándolo y, súbitamente, apareció una hermosa trucha saltarina, de color rosado y azul, que nadaba hacia él. Gobolino levantó la pata, temblando de emoción. En ese momento, la trucha lo vio y se alejó / /rápidamente. El gatito dio un zarpazo en el aire, perdió el equilibrio y cayó al río. v Comenzó a nadar como sólo los gatos embrujados pueden hacerlo. Nadó y nadó, hasta llegar a un lugar donde el río atravesaba una granja. Allí, junto a la orilla, unos niños jugaban alegres.
-¡Mira! ¡Mira! -gritaron-. ¡Hay un gatito en el agua!
-¡Se ahogará! -gritó la niña-. ¡Rápido! ¡Sálvalo!
El niño corrió presuroso y con una rama sacó a Gobolino, jadeante.
-¡Qué ojos más azules!
-Tiene tres patas negras…
-¡Y una completamente blanca!
Los niños se llevaron a Gobolino a la granja para enseñárselo a su madre. ¡Allí vio la cocina con la que siempre había soñado! Había cacharros limpísimos en los estantes, un fuego resplandeciente y un niño en la cuna…
“¡Soy un gato muy afortunado!”, pensó Gobolino. “Ahora puedo quedarme aquí y ser un gato doméstico para siempre”.
La mujer del granjero lo sentó en su falda y le secó la piel con un paño caliente.
-¿De dónde vienes, gatito? ¿Cómo te caíste al río? Podías haberte ahogado.
Gobolino dedicó un miiiauuu muy cariñoso a la mujer.
Una vez estuvo seco, le dio leche caliente. Y cuando ella se fue a ordeñar las vacas, jugó con los niños. Todos los gatos embrujados saben muchos trucos, y, aunque Gobolino quería ser un gato faldero, también los había aprendido. Sacó chispas azules por los bigotes y rojas por la nariz. Tan pronto se hacía invisible, escondiéndose en los lugares más extraños, como reaparecía para divertir a los niños.
En medio de todas estas bromas, llegó el granjero. Mientras cenaba vio los trucos de Gobolino, pero no dijo nada. Envió a los niños a la cama, y el gatito se enroscó en una caja, debajo de la mesa de la cocina.
El fuego se apagó. Gobolino dormía tranquilo, soñando y ronroneando. De repente, unos golpecillos interrumpieron el silencio.
¡Toe! ¡Toe! ¡Toe! ¡Había un duende en la ventana! Gobolino se incorporó susurrando: -¿Quién es?
-¡Déjame entrar, gatito! -pidió el duende.
Gobolino se sentó, mirándole.
-¡Qué cocina más bonita! ¡Y qué platos tan brillantes! ¡Y qué hermosa cuna! ¡Y qué calorcillo tan agradable!… ¡Déjame entrar!
Gobolino no se movió, sin dejar de mirarle. El duende comenzó a golpear la ventana.
-Los gatos falderos sois todos iguales. Mira: tú estás caliente y seguro. ¡Y yo aquí fuera, solo y muerto de frío!
Al oír esto, Gobolino se acordó de lo solo que se había sentido al perderse. Se acercó a la ventana y dijo:
-Puedes entrar a calentarte un rato.
El duende saltó por la ventana y dejó sus huellas sucias en el suelo de la cocina.
-¿Cómo estás? ¿Y tu familia? -preguntó, tirándole de la cola.
-Mi madre se ha ido con mi ama, la
bruja -respondió Gobolino-, y mi hermanita Salima está con una hechicera en el Monte Huracán. No sé cómo están.
El duende se rió.
-¡Ajá! ¿Así que eres un gato embrujado?
-¡Oh, no! Ya no lo soy. ¡Esta tarde empecé a ser un gato doméstico y lo seré por siempre jamás!
El duende lanzó una sonora carcajada e hizo una pirueta. Tiró una labor que había en una silla y enredó la lana en las patas de la mesa.
-¡Ten cuidado! -gritó Gobolino.
El duende entró en la despensa y cerró la puerta. El gatito corría intentando arreglar el desorden, pero no podía. El duende saltó fuera de la despensa. Se había comido la nata.
-¡Bien! Yo me voy. ¡Buenas noches, gatito embrujado! -dijo el duende, saliendo por la ventana.
Gobolino volvió a su caja a dormir. A la mañana siguiente la mujer del granjero descubrió las lanas hechas un lío y también que alguien había robado toda la nata de la despensa. En el suelo había un letrero con estas palabras: ¡GOBOLINO ES UN GATO EMBRUJADO!
-¡Mira qué desastre! -gritó la mujer.
-¡Te lo dije! -contestó el granjero-. Es un gato embrujado y no sirve para nada. ¡Voy a ahogarlo!
Al escuchar las palabras del granjero, Gobolino saltó de su caja y salió zumbando por la puerta de la
cocina. Corrió por el sendero y desapareció montaña arriba.
“Ayer era el gato de una bruja”, pensó Gobolino. “Anoche, un gato faldero. Ahora parece que tendré que ser un gato de otra clase. ¿Pero de qué clase?.