Una horrible criatura salió reptando del gran lago donde acudían las gentes del lugar para sacar agua. Cuando el animal se tendía a la orilla del lago, nadie se atrevía a acercarse por allí. Su amplia cola circundaba el lago y su cuerpo verde y escamoso se hundía en el lodo de la ribera. Sus correosas alas se agitaban para protegerse del calor del sol. Debajo de sus pesados párpados brillaban unos ojos verdes. Era el dragón más perverso e inmundo que os podáis imaginar.
Las gentes cerraban las puertas de la ciudad, echaban el candado a las puertas de sus casas y atrancaban las ventanas. A pesar de ello, no se sentían seguras. El dragón era más grande que la iglesia, más aún que el palacio del rey. Si venía en busca de alimento, nada podían hacer para impedirle la entrada.
Aquella noche oyeron al dragón abandonar el lago y arrastrarse por el lodo. Scuaac, scuaac, scuaac hacían sus pasos. Ssccrrr, ssccrrr sonaba su escamosa cola al arrastrarse por el camino. En la entrada de la ciudad, soltó un chorro de fuego por las narices y quemó las puertas, derribándolas.
Luego se acercó a todas las ventanas y miró por ellas. Las mujeres gritaban, los niños lloraban y los hombres huían. En palacio, la princesa Sabra rezaba. El dragón avanzaba husmeando entre las casas; su estómago vacío hacía un ruido que parecía que tronaba.
—¡Tiene hambre! —gritaba la gente aterrorizada—. ¡Busca comida!
“Grooorrr”, rugió el dragón mientras descendía estruendosamente por la calle, aplastando a todos los que, aterrados, pretendían escapar de sus hogares. El animal siguió su camino, con pasos pesados y atronadores, mirando a diestro y siniestro. Parecía ir en busca de algo. Luego se volvió y, lanzando un inmenso chorro de fuego por la nariz, quemó una hilera entera de casas.
A la mañana siguiente, mientras el humo flotaba todavía por toda la ciudad, el monstruo estaba de regreso junto al lago.
—Debemos dar a esa bestia lo que busca, sea lo que sea —dijo el rey. Y mandó llamar a Baltasar, el hombre más sabio del reino, para preguntarle qué era lo que andaba buscando el dragón.
—Busca a la joven más pura y hermosa de la ciudad —dijo Baltasar-. Desea comérsela.
El rostro del monarca se ensombreció. Su propia hija, la princesa Sabra, era sin duda la joven más pura y hermosa del reino. Todo el mundo lo decía.
—¡No le daré mi hija! —exclamó— ¡Eso es imposible!
Aquella noche el dragón se presentó otra vez en la ciudad en busca de la joven más pura y hermosa. Al no encontrarla, prendió fuego a otra hilera de casas.
—¡La ciudad quedará arrasada si no le das al dragón lo que quiere! —exclamaron las gentes. Y por fin, el rey tuvo que ceder.
La bella princesa Sabra fue conducida a través de las ruinosas puertas de la ciudad y, justo a las afueras de la misma, la ataron a un poste de madera.
El dragón levantó la cabeza, que tenía apoyada sobre sus patas, y salió arrastrándose del lodo. Extendió sus alas y se lanzó, medio corriendo, medio volando, hacia donde estaba la princesa.
En aquel momento, un caballero vestido con una armadura detuvo su caballo junto al lago para darle de beber. Se llamaba Jorge, y era el hombre más valiente del reino. Al mirar en dirección a la ciudad vio al dragón junto a la princesa, proyectando con sus alas una inmensa sombra sobre la joven. Tenía el cuello arqueado y la boca abierta de par en par. El calor de su fétido aliento había chamuscado el dobladillo del vestido blanco de la princesa y las puntas de su dorada cabellera.
El caballero montó sobre su caballo y se lanzó a galope hacia el dragón.
Entonces Jorge cogió su hacha de combate con ambas manos, la giró sobre su cabeza, y le asestó un golpe donde creyó que estaba el corazón. Pero el monstruo no tenía corazón, y el hacha quedó hecha añicos. Con un golpe de su inmensa cola, el dragón lo tiró al suelo.
Entonces Jorge sacó su larga espada. Sosteniéndola entre ambas manos, la hizo girar una y otra vez sobre su cabeza, recorrió con ella el escamoso pecho del dragón y la hundió entre dos escamas. La tierra tembló cuando el dragón, bramando y rugiendo, cayó de espaldas dando manotazos en el aire.
Avanzando con coraje, Jorge levantó su espadón y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza del monstruo.
Cuando las gentes vieron que el dragón había muerto, se pusieron a aplaudir y dar vítores. Jorge liberó a la princesa Sabra del poste al que estaba atada, y se fueron cogidos de la mano a ver al rey.
—Dime lo que quieres como recompensa —dijo el rey, abrazando y besando a su hija—. Te daré lo que pidas, si está en mi mano el concedértelo.
Jorge dijo que como recompensa deseaba desposarse con la joven más bella del reino, la princesa Sabra.
Y el rey aceptó viendo el valor del joven Jorge y la complacencia de su hija Sabra.