Hace mucho mucho tiempo, mucho antes de los tiempos de nuestros abuelos, en la región inglesa de los Carland, todo eran pantanos, charcos de agua negra y chorros ascendentes de agua verde y musgos blandos que salpicaban cuando los pisabas sin querer. Como bien decían todos los hombres del lugar y de aquel tiempo, y se ha ido contando, hubo una vez en que la luna fue enterrada y muerta. Pero, normalmente, la luna salía día tras día, y brillaba tanto que uno se sentía igual de seguro que durante el día con ella, a pesar de lo difícil que era andar por aquella ciénaga. Sin embargo, cuando fue enterrada, su brillo cesó, y las criaturas de la oscuridad camparon a sus anchas haciendo el mal y sembrando el pánico.
Todos sabemos la bondad que la Luna alberga, puesto que, en vez de descansar merecidamente igual que todos nosotros, brilla por la noche para guiarnos en la oscuridad. Es por ello que siempre estuvo segura de no dejar de iluminar el mundo. No obstante, la luna también era curiosa, y quiso comprobar por sí misma si la noche albergaba horrores como los lugareños decían…
La Luna aprovechó el final de mes, en su ciclo, y decidió envolverse en un manto y capucha negros, para así tapar su cabellera amarilla. Y, de esta guisa, bajó directa al pantano a echar una ojeada. El paisaje era el típico: agua por doquier, musgo burbujeante, matas que balancean y salientes retorcidos… Pero todo era oscuridad. Todo, claro, excepto por las estrellas y sus propios pies, los cuales no podía ocultar.
Asustada ella misma, se ciñó la capa más fuertemente, y se estremeció. Pero no se fue, porque sabía que no había visto todo lo que quería. Así continuó, rauda como el viento de verano, de penacho en penacho, sobre los inquietantes pozos de agua infinita… ¡Catapún! De un resbalón, la Luna se vio abocada al hundimiento en un pantano negro, deslizándose lentamente hacia su interior, ante lo que no pudo hacer nada. Y vaya si lo intentó, puesto que se agarró a un saliente, el cual no obstante se retorció e hizo grilletes sobre la luna, inmovilizándola. Su lucha por zafarse era en vano…
Temblorosa, esperando ayuda, oyó sonidos lejanos, que parecían reclamar ayuda. Sonidos que murieron como sollozos, transformados en llantos lastimeros. El silencio se hizo por segundos, hasta que se rompió por el ruido de unos pasos que se acercaban hacia ella, aplastando barro y cañas. La Luna, desde lo lejos, pudo avistar un rostro de grandes ojos sumidos en el horror.
Era la faz de un hombre que se había perdido en los pantanos y que, muerto de miedo, había intentado seguir un rastro de luz tililante. Su desvío le llevaba derecho al agujero del pantano, y eso era algo que la Luna no podía soportar. No quería que acabase atrapado como ella, y por ello luchó como no había hecho antes para ayudarlo, para sacarlo de allí. Tanto se retorció la Luna, que su capa acabó cayendo, y la ciénaga se llenó de luz, la oscuridad había sido derrotada por momentos.
La dicha del hombre fue tal que dio saltos de alegría al ver la luz de nuevo. Al tiempo, los seres más diabólicos que habían brotado de la oscuridad se ocultaron. Y tal fue el ansia del hombre por huir del mal, que corrió y corrió para irse de allí, prestando nula atención a la fuente de luz que lo había salvado. La Luna, que tanto se había regocijado de salvar al hombre, había olvidado por completo que ella misma estaba en serios problemas.
Desaparecido el hombre, la Luna fue consciente de nuevo de su situación, y siguió peleando su vida, esta vez todavía más intensamente que antes. Se retorció, jadeó, gritó, como si estuviese tornándose loca, sin conseguir librarse del gancho que la tenía atrapada ni lo más mínimo. Rendida la Luna, cayó de rodillas, y sobre ella su manto negro, que volvió a llenar el pantano de oscuridad, invitando a las maléficas criaturas que lo habitaban a campar de nuevo. Ellas, ya sapientes que la Luna las había expulsado, se acercaron para mofarse, burlarse y reírse. Mucho era el rencor, pues la Luna era su enemiga inintencionada, arrojando luz sobre el mundo por la noche.
Los cuerpos embrujados clamaron en contra de quien los había despojado de sus hechizos, mientras que las criaturas más horrorosas se quejaban frente a quien les había hecho morar en los rincones. Confabulados, gritaron y gritaron, haciendo burbujear las aguas y sacudiendo las matas. La querían ver muerta a la Luna todos aquellos seres indignos, y por ello demandaron envenenarla, ahogarla y hacerla sufrir. La pobre Luna, atrapada, deseaba estar muerta.
Pero no todo estaba perdido, puesto que el amanecer se aproximaba y los bichos, conscientes de ello, se apresuraron en capturar de forma segura a la Luna. Las criaturas se aferraron, con sus horribles dedos, y algunos colocaron una enorme piedra sobre ella, para evitar que se alzara sobre el cielo. Los más fantasmagóricos, además, acordaron turnarse en vigilarla para que no escapase. La Luna, desesperanzada, no podía pensar en quién podría salvarle o quién se acordaría siquiera de ella, quien tanto había ayudado.
El ciclo volvía a empezar, y los lugareños ya esperaban con anhelo a la Luna Nueva, quien tanta luz les daba por la noche y los llenaba de jolgorio y felicidad. Celebraban festividades por ella y por su apoyo para ahuyentar fantasmas y malos augurios… Pero los días pasaron y pasaron y la Luna Nueva no llegaba. Descorazonados, los habitantes del lugar fueron a pedir consejo a la Sabia del Molino, preguntando si sabría dónde podía estar la Luna. La vidente consultó su espejo, su libro de hechizos e hizo uso de su caldero, pero nada pudo saber. Alguna pista necesitaría…
Los lugareños hicieron batidas, buscando por los caminos. Días vinieron y se fueron, sin que la Luna apareciese. Los rumores corrían de un lado para otro, y las lenguas eran más malas que nunca. Todos aseguraban haber escuchado algo, pero nadie sabía nada. De casa en casa, y en las tabernas. Así pues, un día, en una posada, un hombre que no era del lugar, cauteloso y mientras escuchaba fumando a los allí presentes, reclamó su atención: “¡Compañeros! Aunque mi memoria es frágil, creo que algo comprendo de todo esto, y puedo vislumbrar dónde está la Luna”. Efectivamente, se trataba del hombre extraviado antaño en el pantano, quien pasó a relatar su experiencia, próxima a la muerte, y de cómo se salvó gracias al brillo de una misteriosa luz.
Esta nueva pista, que nadie saltó por alto, llegó a oídos de la mujer sabia que habitaba el molino, quien volvió a consultar según sus menesteres. Ella les habló a todos de oscuridad, tan profunda que poco podía intuir. No obstante, un consejo sí les dio, y fue el de acudir a buscarla por los pantanos todos juntos, con fe. También les indicó que lo hiciesen antes de que la noche se cerniese, con una piedra en la boca y una rama de avellano en la mano, en silencio absoluto. Y también les dijo:
“Adentraos en el pantano, sin miedo alguno, y sin mediar palabra hasta que regreséis hasta vuestras moradas. En lo más hondo de la ciénaga hallaréis un ataúd, una vela y una cruz. No lejos estará aquello que tanto anheláis, y entonces puede que lo encontréis”.
Tan enigmáticas palabras tuvieran efecto al momento, y los humanos del pantano, todos juntos, siguieron al pie de la letra las exhortaciones de la mujer sabia. Nada los detuvo, pese a sufrir escalofríos, ruidos, sonidos extraños, el ulular del viento, roces con algo espeluznante, humedad… Sin saberlo, se aproximaban al retorcido saliente que aferraba a la luna y la enterraba. Repentinamente, todos se detuvieron, temblorosos, porque vieron una gran roca en medio del agua, como una suerte de extraño ataúd coronado por un gancho oscuro, de brazos extendidos, asemejando una horrorosa cruz, envolviendo un suspiro de luz, como una vela a punto de morir… Los lugareños, conscientes de aquella visión, se arrodillaron al unísono, y clamaron: “Nuestro Señor”, al tiempo que se balanceaban adelante y atrás en pleno silencio, pues respetaban las palabras de la mujer sabia, y sabían que criaturas malévolas los raptarían si no cumplían con su deber.
Armados de valor, se acercaron de forma decidida, arrancaron la piedra gigante y la alzaron. Entonces, en el tiempo que puede transcurrir entre unos pocos segundos, un diminuto rostro, sonriente, feliz y hermoso, los observó desde el fondo del agua oscura, mirando firmemente hacia arriba. La luz se hizo más y más intensa, y regresó tan repentina y brillante, que se vieron obligados a retroceder cegados. Cuando recobraron la vista, había Luna Llena en el cielo, más preciosa, bella e iluminada que nunca. La Luna, eternamente agradecida, nunca dejó de brillar sobre sus amigos, dedicándole todas sus sonrisas. Los pantanos, los lodazales y las ciénagas se tornaron más claros que nunca, como el mismo día, robando la oscuridad de cada rincón, y expulsando el Mal cuanto fue posible de aquellas prósperas tierras.