Érase una vez una pequeña tortuga, pero con un cuello grande, que tenía la extraña habilidad de tocar la flauta como pocos en el orbe podían hacerlo.
Cada mañana la tortuguita hacía desprender melodiosas notas de su flauta que se extendían por el bosque y animaban el despertar de todos los animales a la redonda, los que no dudaban en celebrar y agradecer el don de su compañera.
Sin embargo, la suerte les jugaría a todos una mala pasada.
Resulta que un día pasaba un hombre por el bosque, e intrigado por aquella celestial música que se escuchaba, buscó afanosamente el lugar del que provenía hasta que dio con el rincón preferido por la tortuga y la vio.
– ¡Pero mira que me han puesto en el camino! –exclamó emocionado– Esta noche podré variar mi cansino menú y degustar una sabrosa sopa de tortuga.
Así, priorizando los pedidos de su estómago, el hombre decidió cazar sorpresivamente a la tortuga. Con una soga la enlazó por el cuello, sin percatarse que al hacerlo privaba al bosque y al resto de sus moradores, que huyeron ante la presencia de un extraño, de la bella melodía que precisamente lo llevó a ese lugar.
Por supuesto, la tristeza de la tortuga era apabullante. Segundos atrás estaba haciendo lo que más le gustaba en la vida y ahora se veía atrapada en morral, de donde con toda seguridad saldría para terminar como vulgar alimento de personas incapaces de apreciar su arte.
Al llegar a su casa el hombre desempacó su botín y lanzó a la tortuga a una jaula bien asegurada por gordos barrotes y un cerrojo. Luego de pasar la llave la colocó sobre la mesa, donde sus tres hijos pintaban, y comentó impositivamente:
– Cuidado con tomar la llave e ir a curiosear en la jaula. Es nuestra comida y más les vale mantenerse alejados de ella hasta tanto esté preparada y bien servida. Voy por leña y cuando regrese quiero ver todo tal cual lo dejo.
Los pequeños, acostumbrados a no desobedecer ninguna orden o indicación de su padre, dijeron obedientemente a coro:
– Sí papá. Puedes estar tranquilo.
Y normalmente era verdad. Los niños respetaban férreamente al padre pero nadie contaba con lo que estaba a punto de ocurrir.
Resulta que al verse encerrada en la jaula y más cerca de su fatal y predecible destino, la tortuga optó por disfrutar sus últimos momentos de vida haciendo uso de su preciado don. Ello le serviría además para aliviar la profunda tristeza que con toda lógica la embargaba.
Así, sacó su flauta y empezó a tocar, y aunque la melodía denotaba lo triste y nostálgica que se sentía, la música resultante era igual de atrapante y bella.
Cautivados por la repentina sonoridad celestial los niños comenzaron a preguntarse de dónde provenía ese arte hasta que el menor de los tres se percató y dijo: – ¡Creo que viene de la jaula!
– Tienes razón- comentó el del medio. Echemos un breve vistazo, papá no lo notará.
– Ni se les ocurra- gritó tajantemente la mayor. Prometimos dejar todo tal cual estaba.
-Y lo haremos- replicó el más chiquito-, pero cómo no vamos a ver qué causa esta linda melodía.
Más convencida por su propia curiosidad que por los anhelos de los hermanos, la hermana mayor cedió y tomó la llave. Rápidamente, pero con mucho cuidado, abrió la jaula y quedó fascinada junto al resto al ver la escena mágica que se levantaba ante sus ojos.
-¡Pero si es una tortuga!- exclamó emocionado el menor.
-Tienes un talento especial, ¿sabes?- comentó tiernamente el del medio.
-Eso me han dicho- dijo con resignación la tortuga, a la que pronto se le iluminó el rostro por una idea brillante que cruzó por su cabeza. – También son buena bailando, pero es algo que no puedo hacer dentro de la jaula. ¿Quieren ver?
-¡Por supuesto!- dijo con algarabía la mayor, que también había sido como hipnotizada por el encanto de ver un tierno animal desprendiendo notas de tan agradable ritmo.
Decidida la tortuga salió de la jaula y comenzó a bailar a la vez que tocaba, mientras los tres hijos de su captor la aplaudían con gran regocijo.
Dos, tres, cuatro y hasta cinco piezas bailó y tocó la tortuga, pero calculando que el hombre estaba por regresar de un momento a otro, lo cual le impediría llevar a buen término su plan, pidió a los niños que le dejaran descansar y estirar un poco las piernas en los alrededores de la casa para seguir luego regalándoles su arte.
A estos el pedido de la tortuga les pareció lógico y accedieron, no sin antes pedirle que no tardara, pues su padre estaba a punto de llegar.
La tortuga disimuló su emoción ante el potencial éxito de su plan. Fue desplazándose lentamente por la casa hasta la puerta, bajo la atención de los pequeños, y una vez salió dio pasos lentos y suaves, como quien realmente estira los pies tras bailar hasta el cansancio.
Elevó la mirada por encima de su caparazón y vio como el hombre volvía con leña. Le faltarían tan sólo dos minutos para llegar a la cabaña. ¡Justo a tiempo!- pensó. Una pieza más y de seguro que mi flauta y yo seríamos sopa para la noche.
Sin más, con mucha decisión, emprendió una carrera muy rápida para ser tortuga hacia las profundidades del bosque, de donde nunca debió haber sido retirada.
De esta manera, gracias a su astucia y ansias de seguir viviendo, la tortuga pudo salvar su vida y continuar alegrando cada mañana al bosque y sus moradores, con el bello tocar de su flauta.