Érase una vez, en una tierra próspera, vivía un noble rey que quería mucho a los animales. Tanta era la devoción de aquel hombre que su palacio siempre estaba lleno de leones, conejos, gatos y elefantes.
Un buen día, el rey recibió un maravilloso regalo: dos águilas recién nacidas. La alegría no se hizo esperar, y el rey quedó tan entusiasmado que llamó de inmediato a uno de sus súbditos.
– Quiero que te encargues de estas dos hermosas aves y las críes hasta que crezcan y se vuelvan fuertes. Cuando puedan volar, las llevaré siempre conmigo y les daré mucho amor.
Rápidamente, el súbdito se llevó las águilas y por mucho tiempo anduvo cuidándolas y alimentándolas hasta que crecieron y se volvieron enormes y fuertes. Nunca en el mundo se habían visto aves tan hermosas, y todos los habitantes del reino esperaban con deseo el día en que pudieran ver volar a las águilas del rey.
Sin embargo, cierta mañana el súbdito se apareció ante la corte y muy afligido se arrodilló a los pies del rey pidiendo clemencia.
– Majestad, no es fácil lo que debo decirle. Usted ha visto cómo han crecido las águilas, y por años no he hecho otra cosa que no sea alimentarlas y cuidarlas. Sin embargo, ahora que son grandes, he visto que las pobres… ¡No pueden volar! Simplemente se la pasan todo el día posadas en las ramas de un árbol.
El rey no podía creer aquello y de repente rompió a llorar desconsoladamente. La noticia fue llegando a cada uno de los habitantes. Era un día triste para el reino, los niños no querían sonreír y las personas trabajaban con desgano.
Un buen día, arribó al palacio un anciano humilde que pidió hablar de inmediato con el rey. Al llevarlo ante el trono, el anciano se arrodilló a los pies del monarca, pero este apenas le hizo caso, pues su tristeza ocupaba todos sus pensamientos.
– Majestad, vengo de una tierra lejana y ha llegado a mis oídos la terrible noticia de que sus águilas no pueden volar. Si usted me lo permite, yo podré ayudarle.
– ¡Te pagaré cien monedas de oro si lo consigues! – gritó desesperadamente el rey al ver que por lo menos existía una esperanza.
– No se preocupe, nos veremos bien temprano en la mañana.
Y sin decir otra palabra, el misterioso anciano se retiró del palacio. A la mañana siguiente, el rey despertó como de costumbre asomándose a la ventana de su cuarto. Pero, para su sorpresa, pudo divisar a lo lejos dos aves que se acercaban volando a toda velocidad. ¡Eran sus queridas águilas!
Agitado por la emoción, el monarca bajó rápidamente las escaleras para contemplar aquel suceso maravilloso, y al llegar al trono se encontró con el anciano nuevamente mientras las águilas revoloteaban por el interior del castillo.
– ¡Qué alegría! Cuán emocionado estoy – exclamaba el rey alzando los brazos hacia sus aves.
– Pues sí Majestad. Ha vuelto la alegría a su reino – dijo el anciano con una voz dulce y apagada.
– ¿Cómo lo has conseguido, noble anciano? ¡Tienes que decirme!
– Pues muy fácil, mi señor. Simplemente he cortado las ramas de los árboles para que las águilas no tengan otra salida que echar a volar.
En ese momento, el rey comprendió que sus águilas no tenían ningún problema, simplemente tenían miedo de abrir sus alas y levantar el vuelo.
Así sucede muchas veces en la vida cuando nos enfrentamos a lo desconocido – le dijo el anciano al rey – Sin embargo, todos tenemos el poder de cambiar y hacer todo aquello que nos propongamos. Lo más importante es tener seguridad en nosotros mismos.
Admirando sus palabras, el rey le entregó al anciano las cien monedas de oro que le había prometido y se marchó al campo con sus águilas para contemplarlas en pleno vuelo. Desde entonces, el reino fue uno de los más felices en toda la región.