Había una vez un rey que poseía extensos dominios. Era tan poderoso y buen monarca, que todos pensaron que la estela de su reinado nunca terminaría.
Sin embargo, la vida siempre marcha hacia adelante, independientemente del poder que se tenga, y el rey cada vez se sentía más viejo y con menos fuerzas para gobernar.
Entonces, un día tomó una determinación. Tenía tres hijas a las que quería por igual, aunque levemente su preferencia se inclinaba por la menor, y no podía cometer la injusticia de legar todo su imperio a solo una. Por tanto, dividiría el reino en tres partes, una para cada hija.
No obstante, la idea del rey no era dividir sus dominios en tres franjas iguales, sino hacerlo atendiendo al amor que le profesara cada hija. Así, la que más lo quisiera, reinaría en la franja de mayor extensión territorial y poderío.
El rey esperaba que el mérito fuese para la menor, pero vaya sorpresa que se llevó.
Convocó a sus tres hijas y les explicó la idea que había invadido su cabeza.
Rápidamente, estas empezaron a hablar para reflejar con palabras el amor que sentían por su padre.
– Te quiero más que a mí misma padre- dijo sin dudar la mayor.
– Yo más que a cualquier cosa en esta vida- exclamó la del medio.
– Yo te quiero tanto como se supone que una hija ame a un padre y te considero tan necesario para mí como lo es la sal para los alimentos- explicó la menor.
El planteamiento de la pequeña disgustó al padre. ¿Qué diantres significaba eso de estarlo comparando con la sal?
De inmediato vociferó su disgusto y dijo a su otrora hija querida: -Me has decepcionado. No mereces heredar nada de mí. El reino se dividirá solo en dos para tus hermanas y tu abandonarás de inmediato mi castillo y mis tierras.
Con lágrimas en los ojos y víctima de un profundo sufrimiento, la hija abandonó el castillo. Sólo le permitieron llevar un bello vestido de princesa, para su uso diario.
El rey ciertamente se sentía destrozado. El amor que sentía por la menor se había trastocado en rabia y por ello cumplió con su palabra. Dividió su reino en dos partes y benefició a sus otras dos hijas, las que rápidamente fueron desposadas.
La menor, la más bonita del reino, se exilió en un bosque de la comarca vecina. Allí vivía sumida en la tristeza en una choza que encontró abandonada.
Desde su llegada guardó el vestido de princesa y comenzó a vestirse con ropa usada que encontraba por ahí o compraba a bajo precio.
Un día, cuando ya se agotaban sus últimos recursos, decidió pedir trabajo en el palacio de la comarca.
La cocinera la recibió y aceptó ponerla a prueba como ayudante. Si rendía, podría ser contratada aunque por un mísero salario.
Por supuesto, la exprincesa puso todo su empeño en hacerlo bien y así fue. Logró ser contratada y trabjó por varios meses como ayudante de cocina en el castillo real del reino vecino al de su padre, ahora dividido y poseído por las hermanas.
…
Tras una ardua faena, un día la princesa cocinera regresaba a su choza y descubrió a un viejo llorando en un tronco. Inmediatamente reconoció a su padre, otrora poderoso monarca. Este no la reconoció entre tantas prendas rahídas y al ver como la pobre mujer se solidarizaba con él, le hizo su historia reciente.
Resulta que luego de legar su reino a las hijas que dijeron quererlo más, estas lo rechazaron y lo expulsaron del reino. Lo consideraban un estorbo y ahora ellas querían gobernar a su forma, sin tener que preocuparse por atender a su padre y los caballeros que retuvo para su protección personal.
La historia aumentó aún más el sufrimiento permanente con el que vivía su hija menor. Esta aceptó acogerlo cada noche en su choza para darle de comer, aunque sin revelarle su identidad.
Semanas después se enteró de que el príncipe del castillo en el que trabajaba ofrecería un baile al que estaban invitadas todas las jóvenes desposaderas de la comarca, con el objetivo de decidir a quién haría su compañera para reinar.
La antes princesa dudaba si ir o no ir, pues aunque había quedado prendada del príncipe desde la primera vez que lo vio en el castillo, prefería conocerlo mejor antes que ofrecérsele como una posible candidata a esposa. Tras mucho pensarlo, decidió asistir.
Fue así entonces que el día del baile cambió sus harapos por el bello vestido de princesa que aún conservaba y entró radiantemente al palacio.
Apenas irrumpió por la puerta el príncipe volteó a verla y quedó prendado de esa joven a la que nunca había visto antes. La invitó a bailar, desconociendo que era la ayudante de cocina del palacio.
Tras conversar y bailar por horas ambos descubrieron que se gustaban más allá de lo físico y aparente. Pensaban de forma idéntica sobre los principales asuntos de la vida y compartína criterios sobre qué era el amor, el matrimonio, la familia y la felicidad.
De esta forma, sólo unas pocas horas les bastó a ambos para comprender que estaban destinados a amarse. Por ello el príncipe se atrevió a pedirle matrimonio y la muchacha, sin dudarlo, aceptó, aunque con la condición de que primero viera quién era ella realmente.
Dicho esto, se mostró ante el futuro rey como la ayudante de cocina de su palacio. El príncipe, sorprendido, no pudo menos que preguntarle cómo era posible que se hubiese mantenido tantos meses camuflada, ocultando su belleza.
Ante la interrogante, la muchacha contó toda su historia y dijo que su padre, ese que la había desherado sin compasión, ahora también pasaba por una situación similar producto de la codicia de sus hermanas.
El príncipe se compadeció de ambos y dijo a su amada que trajese al padre a palacio, y que ambos permanecieran viviendo allí hasta tanto se efectuase la boda, que acordaron realizar en una semana.
Nuestra protagonista aceptó gustosa la propuesta y rápidamente fue a buscar a su padre, quién al verla envuelta en el bello vestido con el que la había expulsado de su reino, quedó atónito y le costó entender que se trataba de la misma pobre mujer que le había estado dando de comer por tanto tiempo.
Al descubir la realidad, el antiguo rey pidió perdón y agradeció el amor de su hija.
Esta explicó que nunca había dejado de quererlo y que sus palabras habían sido malinterpretadas por él.
Para demostrárselo, el día del banquete de bodas pidió a la cocinera que no echase sal a los alimentos del banquete.
Todos estaban felices con el matrimonio del príncipe y la muchacha más bella de las dos comarcas de la región, pero al probar bocados la felicidad se transformó en desaire.
De inmediato, el padre comprendió que había querido decir su hija con aquello de la sal. Para ella él era como un componente infaltable de su vida, para que esta fuera realmente completa y feliz.
Arrepentido una vez más volvió a pedir perdón. La hija, por supuesto, lo perdonó y desde entonces fue feliz junto a su amado esposo y su padre, otrora rey y a partir de ese momento consejero de su yerno, hasta que falleció comprendiendo que siempre había tenido sólo una hija que realmente le quisiera.
Las otras, aquellas en que depositó su legado, se las ingeniaron para combatir entre sí, tratando de reunificar el reino y ganar más poder, hasta que las riquezas de ambas se evaporaron y perecieron.
Al cabo del tiempo, sólo un reino prevaleció en la comarca. El de la hija que amaba a su padre como a la sal.