La mujer del zapatero dijo inquieta a su marido: -¿No puedes trabajar más rápido, querido?
El zapatero sonrió: -Claro que podría. Podría cortar el cuero con menos cuidado y dar puntadas más grandes. Pero quiero ofrecer a mis clientes lo mejor de lo mejor. Y eso lleva tiempo.
-Lo sé, querido, pero no queda dinero para comprar más cuero. Vas tan despacito que un par de zapatos te lleva dos días.
-Hago lo que puedo -respondió con tristeza el zapatero-. Mi vista no es tan buena como antes, y mis dedos ya no son tan ágiles.
El zapatero siguió con su lento y meticuloso trabajo. Y así, pronto se acabó el dinero y se terminaron el ante y las pieles para hacer zapatos. En la mesa sólo quedaba una tira de cuero. Su esposa le preguntó:
-¿Qué vamos a hacer mañana, cuando ya no quede cuero ni zapatos que vender?
El zapatero sonrió. -Mañana nos preocuparemos.
Pasó el día entero cortando un calzado con aquella última tira de cuero. Pensaba… “seguramente éste será el último par de zapatos que haré en mi vida, así que me gustaría que fuera el mejor’.
Se fue a la cama dejando las plantillas ya cortadas en su mesa de trabajo.
-Qué pena que seamos pobres -le dijo a su mujer antes de dormirse.
-Tú ya haces lo que puedes -le consoló ella- No se puede pedir más.
A la mañana siguiente, el zapatero se limpió las gafas, enhebró la aguja y buscó los pedazos de cuero. Pero algo increíble había ocurrido. En el centro de la mesa había unos zapatos terminados, perfectos y brillantes hasta la última hebilla. Alguien los había acabado mientras él dormía.
-¡Fíjate qué maravilla! -exclamó, y se los mostró a su esposa-. ¡Mira qué hermosas puntadas! ¿Quién habrá hecho el trabajo?
Era un par de zapatos tan perfecto que lo vendieron por el doble de dinero. Aquel día el viejo zapatero pudo comprar otra tira de cuero y cortó dos pares de zapatos. De noche los dejó en la mesa y se fue a dormir mucho más contento. A la mañana siguiente encontró los dos pares acabados hasta los mismos cordones con sus remates.
-¡Es una obra de arte! -dijo el zapatero a su mujer. Los zapatos se vendieron a un precio tan estupendo que esta vez pudo comprar cuero para cuatro pares. Por la noche unas manos misteriosas cosieron los cuatro pares.
-¡Qué magnífica hechura! -exclamaban los clientes. Y vinieron de muy lejos a comprarle zapatos. El zapatero vendió a las damas zapatillas de baile, en bonito terciopelo, y botas de montar, largas y relucientes, a los caballeros.
-¡Tenemos cuero para toda la vida! -dijo, feliz, la mujer del zapatero- ¡Y viene tanta gente a comprar esos zapatos que casi somos ricos!
Pero el zapatero estaba pensativo.
-¿No te gustaría saber quién nos ayuda por las noches? Ya es hora de que lo averigüemos.
Así que una noche fría, la víspera de Navidad, el zapatero dejó sobre la mesa el cuero cortado y se escondió con su mujer en un rincón.
Al dar la medianoche, seis duendecillos desnudos salieron uno tras otro de detrás del reloj. Subieron a la mesa y al momento se pusieron a coser y a martillar, a hacer nudos y a dar lustre. De cuando en cuando paraban para soplarse las manos heladas, para calentarse los pies brincando en el suelo, o para acurrucarse unos contra otros y así combatir el frío del invierno. Tiritaban de la cabeza a los pies.
-Pobres criaturas -dijo la mujer-Tanto trabajar para nosotros y… no tienen ni siquiera una camisa y unas botas.
-Deberíamos hacerles un regalo para agradecerles sus servicios -respondió el zapatero.
Al día siguiente, muy temprano, su esposa empezó a coser camisas y pant
alones de una tela abrigada y alegre. El zapatero sacó su aguja más fina y su cuero más blando e hizo un par de lindas botas para cada uno.
La noche de Navidad, pusieron sobre la mesa estos regalos y se escondieron en el rincón. Hacía un frío tremendo. Los duendecillos salieron tiritando y dando diente con diente; de sus bocas salían humaredas de aliento que se helaba en contacto con el aire. Al principio se quedaron asombrados al no encontrar cuero para coser. Pero luego vieron la ropa y comprendieron que era para ellos. Se la pusieron y empezaron a bailotear, riendo y dando palmadas con las manos ya calientes gracias a sus nuevos guantes de lana.
-¡Se acabó el hacer zapatos! ¡Ahora somos gente elegante!
Y cantando y bailando salieron a la calle por la puerta de la tienda.
-Nos hemos quedado sin la ayuda de los duendecillos -dijo riendo la mujer del zapatero-. ¿Qué vas a hacer ahora que viene tanta gente a comprarte calzado?
-Sencillamente, haré todo lo mejor que pueda- respondió el zapatero.
– Seguro que sí, querido- dijo su mujer- como siempre.