Si hay algo que la gente de Irlanda se conoce al dedillo, son las costumbres de los duendes irlandeses. Te dirán que los duendes fabrican los zapatos y las botas de las hadas. Te dirán que cada duende posee un montón de oro escondido en un lugar secreto. Y te dirán que, si alguna vez ves a un duende, no debes apartar la vista de él ni un solo momento, o desaparecerá antes de que puedas darte cuenta.
Por este motivo, cuando Pat Fitzpatrick salía por ahí, siempre se decía: “Si alguna vez veo a un duende, no le quitaré la vista de encima hasta que me entregue su montón de oro.
Pat hubiera sido mejor hijo de haber dedicado más tiempo a ayudar a su madre a plantar patatas en vez de andar por ahí buscando duendes y montones de oro.
Sin embargo, su búsqueda dio resultado. Un buen día Pat vio a un hombrecillo —no mayor que su mano-sentado sobre un hongo, remendando un par de botas para las hadas. Pat se mordió los labios y se quedó muy quieto. “¡No le quitaré la vista de encima hasta que me haya convertido en el chico más rico de toda Irlanda!”
Sigilosamente, Pat avanzó a través de la hierba hasta estar lo bastante cerca como para alargar la mano y asir al duendecillo.
—¡Ya te tengo! Ahora dime, ¿dónde tienes escondido tu montón de oro?
—¡Vaya, casi me matas del susto! —exclamó el duende, y su corazoncito se puso a latir violentamente— ¿Qué es eso de un montón de oro? ¡Yo no sé nada de ningún oro, nada en absoluto!
Pat estrujó un poco al duende en su puño, sin quitarle la vista de encima.
—No me vengas con pamplinas —dijo—. No te soltaré hasta que me muestres tu montón de oro.
El duende consiguió, tras muchos esfuerzos, sacar una mano y, señalando por encima del hombro de Pat, dijo:
—Fíjate, chico, ¡apresúrate! ¡Tu vaca se ha metido en el trigal!
Pat estuvo a punto de girar la cabeza para mirar, mas en seguida comprendió que se trataba de un truco.
—¡No me engañarás! —dijo riendo y sacudiendo al duende— ¡No apartaré la vista de ti hasta tener tu montón de oro seguro en mis manos!
Entonces el duendecillo estalló en sollozos y dijo:
—Eres un chico cruel y despiadado, eso salta a la vista. ¡Cómo puedes hablar de oro cuando tu casa se quema y tu madre está dentro!
Horrorizado, Pat estuvo a punto de soltar al duende y correr a su casa, pero en seguida comprendió que era otro truco, y sacudió al hombrecillo hasta que éste se puso tan verde como su chaqueta.
—Está bien, está bien —dijo por fin el duende— Te diré dónde hallarás mi montón de oro.
—¡Ni hablar! Tú me llevarás allí -dijo Pat.
A continuación, quitándose los tirantes de color rojo, se los puso al duende como si fuera la correa de un perro.
El zapatero mágico condujo a Pat hasta lo alto de una colina, donde crecían por doquier miles y miles de cardos. Se detuvo junto a un cardo exactamente igual que los demás, y dijo:
—Puesto que no me quitas la vista de encima, no puedo decirte una mentira. Mi montón de oro está enterrado debajo de este cardo. Pero creo que vas a necesitar una pala para sacarlo.
—Ya comprendo lo que te propones —dijo Pat, estrujando al duendecillo hasta que los ojos casi le saltan de sus órbitas— ¡Como hay tantos cardos, crees que no seré capaz de volver a dar con éste!
Y diciendo esto le quitó los tirantes al duende y los ató alrededor de aquel cardo, para señalarlo. Luego se metió al duende en el bolsillo.
Pero en cuanto apartó la vista, el duende se esfumó en el aire y desapareció.
A Pat eso no le importó. Corrió a su casa y cogió una pala. Era tan pesada que tuvo que llevarla arrastrando hasta la colina.
—Con que pensaste que ibas a burlarte de mí, ¿eh? —dijo jadeando—. ¡Pero no has tenido en cuenta la inteligencia de Pat Fitzpatrick!
Resoplando, se detuvo en lo alto de la colina para secarse el sudor. Y entonces vio ante él un espectáculo que le dejó boquiabierto. ¡Pobre Pat! De cada uno de los cardos colgaba un par de tirantes rojos, ¡miles y miles de tirantes rojos! Tenía ahora tantas probabilidades de reconocer el cardo del duende como de reconocer una gota de agua en el mar de Irlanda. ¡Menudo fiasco!
¡Amigo, amigo! Si alguna vez ves a un duende y decides robarle su montón de oro, no se te ocurra quitarle la vista de encima ni un instante… ¡y recuerda la historia de Pat Fitzpatrick y sus tirantes de color rojo!