Pinocho se había instalado muy contento en casa del hada, en la isla de la Abeja Industriosa. Pero había algo que le tenía preocupado.
—Estoy harto de ser un muñeco —dijo un día de sopetón— Quiero ser un chico de verdad, ¡y hacerme un hombre!
—Eso no va a ser tan fácil —contestó el hada— Los muñecos no crecen. Pero si eres muy bueno y te lo mereces, tal vez podamos hacer una excepción. No más mentiras, Pinocho, ¡y basta de holgazanear! ¡Irás a la escuela y trabajarás de firme!
—¿Quieres decir que podré convertirme en un chico de verdad? —exclamó Pinocho, poniéndose a bailar gozoso.
—Si trabajas duro durante un año entero y abandonas todas tus malas costumbres, te prometo que llegarás a convertirte en un chico de verdad. ¡Conque mañana mismo irás a la escuela!
Ya podéis imaginaros lo que sucedió a su llegada a la escuela.
A los otros chicos les pareció divertidísimo tener en clase a un muñeco, y empezaron a gastarle bromas pesadas. Mas cuando le tiraron de la nariz, Pinocho se defendió con patadas y puñetazos hasta enseñarles a tener un poco más de respeto.
A las pocas semanas se había hecho amigo de casi todos. Pero había algo que no podían perdonarle: que se hubiera convertido en el primero de la clase.
Así que un buen día, cuando Pinocho se dirigía a la escuela, le detuvieron unos chicos y le contaron que una enorme ballena había sido vista cerca de la costa.
—Vamos a hacer novillos para verla con nuestros propios ojos. ¿Por qué no nos acompañas?
Pinocho prefería esperar a que terminaran las clases, pero los chicos se mofaron de él.
—¡La ballena no va a esperarte todo el día!
Así pues, el pobre Pinocho se dejó embaucar una vez más. Pero pronto comprendió que se trataba de un engaño. No había ballena alguna, y el mar aparecía liso como un espejo.
Pinocho estaba furioso. Cuanto más se reían de él los chicos, más furioso se ponía. El caso es que estalló la pelea y los libros de texto y las carteras volaban en todas las direcciones.
En medio del alboroto, uno de los chicos resultó alcanzado en la frente por un libro y cayó al suelo, blanco como la cera. Al verlo, los demás chicos salieron corriendo, dejando a Pinocho solo junto al herido.
El muñeco aún seguía allí, aplicando a la cabeza de su amigo un pañuelo empapado en agua, cuando aparecieron dos policías con un perro.
—Será mejor que nos acompañes. Éste chico está mal herido. Quedas arrestado.
Y tras rogar a un anciano que vivía cerca que se hiciera cargo del herido, se llevaron a Pinocho a rastras hacia la población.
El muñeco estaba aterrado. Le temblaban las piernas y no podía articular palabra, ni siquiera para decir a los policías que él no había lanzado el libro que hirió al chico. Pero cuando ya creía que iba a morirse del susto, una ráfaga de viento le arrebató el sombrero y se lo llevó hacia el mar. Los policías dejaron que corriera tras él y Pinocho aprovechó la ocasión para huir.
Eso empeoró las cosas porque los policías soltaron a su perro dogo, un enorme y fiero animal llamado Alidoro, que le persiguió afanosamente. Pinocho no tardó en oírle jadear a sus espaldas. Luego, sintió el cálido aliento del perro sobre sus piernas. Casi había alcanzado el borde del precipicio… y, en un último y desesperado intento, se arrojó y se alejó nadando.
Alidoro intento aferrarse clavando las patas en el suelo, mal no pudo vencer la inercia y cayó al agua. ¡El pobre perro no sabía nadar! Luchó por mantenerse a flote, pero era inútil. Ladraba angustiosamente…
—¡Ayúdame, Pinocho! ¡No dejes que me ahogue!
Al oír los ladridos, Pinocho, conmovido, nadó rápidamente hacia el perro para llevarlo hasta la orilla; luego, volvió a tirarse al mar y se alejó. El can, agradecido, gritó:
—¡Adiós, Pinocho! ¡Me has salvado la vida!
El muñeco nadó bordeando la costa y buscó un lugar seguro en la misma.
Por fin, al llegar aun promontorio, Pinocho vio una columna de humo que salía de una oscura cueva. Se acercó nadando y, cuando se disponía a tocar tierra, fue sacado con violencia del agua, estaba atrapado en unas redes de pescar y se veía rodeado de escurridizos peces que no cesaban de retorcerse.
En aquel preciso instante, un gigantesco pescador salió de la cueva.
Era feo como un monstruo marino y su cuerpo aparecía recubierto de escamas. Tenía la cabeza llena de algas y su escamoso cuerpo era verdoso, lo mismo que sus ojos saltones y su larga y pegajosa barba.
—¡Otra buena pesca! —exclamó, tirando de las redes.
En la cueva, a donde volvió, había una sartén que chisporroteaba sobre un fuego de leña. —Veamos lo que tenemos aquí. Este salmonete ha de estar muy rico. Cogió los pescados uno por uno, los enharinó y los echó a la sartén. —¡Estas sardinas estarán sabrosísimas! ¡Qué hermosa merluza! ¿Pero qué es esto? ¡Este es nuevo! Sacó de las redes al pobre Pinocho, empapado y temblando de miedo.
—¡No soy un pez, soy un muñeco!
¡Por favor, déjeme marchar! ¡No le agradará mi sabor! —¿Que te deje marchar? ¡Estás de guasa! ¿Crees que voy a desaprovechar la ocasión de probar un pescado tan raro? ¡Nunca he pescado a un muñeco!
Envolvió a Pinocho en harina, bien sazonado con sal y pimienta, y lo sostuvo sobre la sartén.
En esto sonó un fuerte ladrido y el perro Alidoro entró en la cueva, atraído por el sabroso olor a pescado frito.
—¡Fuera de aquí! —gritó el pescador.
—¡Sálvame, Alidoro! —gritó Pinocho, esforzándose por librarse de las garras del gigante.
El fiel perro dio un salto, arrebató al muñeco de las manos del pescador y salió corriendo de la cueva.
Alidoro llevó a Pinocho a la playa donde se había iniciado su aventura.
—Tú me salvaste primero, ahora yo te he salvado a ti. En este mundo debemos ayudarnos los unos a los otros.
Antes de partir en busca de sus amos, Alidoro lamió al muñeco afectuosamente.
Se había hecho tarde, y Pinocho estaba impaciente por llegar a casa. De camino al pueblo pasó junto a la casita del anciano, donde le informaron que el chico herido se había recuperado y que la policía ya no le buscaba. Aquello era un gran alivio, pero le preocupaba tener que confesar al hada su travesura.
—¿Qué va a decirme? —se preguntaba inquieto— Seguro que no me perdonará. Y me estará bien empleado. Siempre prometo que voy a ser bueno y nunca lo soy. ¡Jamás seré un chico de verdad!
Cuando Pinocho llegó a casa del hada había anochecido y se sentía muy cansado y hambriento. Al llamar a la puerta, nadie respondió. ¿Le habría abandonado el hada otra vez? Esperó y esperó. Por fin, al cabo de media hora, se abrió una ventana en el piso superior y se asomó un enorme caracol que llevaba una vela encendida en la cabeza.
— ¿Quién anda ahí a estas horas de la noche? —preguntó.
— Soy yo, Pinocho. ¿Está el hada?
— Está durmiendo y no debo despertarla. Pero bajaré a abrirte.
Pasó una hora, y otra más, y la puerta seguía sin abrirse. Pinocho estaba muerto de frío, así que volvió a llamar. Esta vez se abrió una ventana en el tercer piso y volvió a asomarse el caracol.
— Hijo mío, es inútil que llames de esa forma. Soy un caracol, y no puedo ir más de prisa.
Al rato dieron las doce de la noche, luego la una, después las dos, y la puerta permanecía cerrada.
¡Pobre Pinocho! No podía hacer otra cosa que esperar. Permaneció junto a la puerta toda la noche, hasta que por fin se abrió al amanecer. ¡El caracol había tardado nueve horas en bajar a la planta baja!
—No puedes entrar todavía — dijo—. El hada sigue acostada.
—¡Por lo menos tráeme algo de comer! —le rogó el muñeco— ¡Estoy muerto de hambre!
—En seguida —dijo el caracol, y regresó
dos horas más tarde trayendo pan, pollo asado y fruta en una bandeja de plata.
Pinocho se lanzó vorazmente sobre la bandeja, mas comprobó horrorizado que los alimentos eran de mentirijillas. ¡Eran de cartón! Desfallecido tras las experiencias de aquel día, se desmayó.
Cuando recobró el conocimiento, estaba acostado en un sofá de la casa y el hada se hallaba junto a él. No estaba enfadada, pero advirtió a Pinocho:
—Sabes que has obrado mal. Te perdono una vez más. Pero pobre de ti si vuelves a portarte mal…
Pinocho le prometió repetidas veces que se enmendaría. Y lo decía en serio. ¡No quería volver a vivir una experiencia como aquélla!
Había aprendido la lección, y mantuvo su palabra durante todo un año. Al verano siguiente
le dieron un premio por ser el mejor estudiante de la escuela, y su conducta era tan excelente que el hada estaba muy complacida con él. Al Llegar de la escuela, le dijo:
—Voy a concederte tu deseo. Dejarás de ser un muñeco de madera. ¡Mañana por la noche te convertirás en un chico de verdad!
Aquella noche, acostado en la cama, Pinocho apenas pudo conciliar el sueño por lo excitado que estaba.
—¡Sólo un día más! ¡Ojalá consiga portarme bien un día más!