Había una vez un ratón de campo que vivía en un nido debajo de un seto. Todos los días trajinaba por los sembrados, juntando granos de maíz. A veces, si se sentía algo más valiente que de costumbre, entraba a hurtadillas en un jardín cercano para darse un festín. Con frecuencia encontraba cortezas de queso en el montón de abono, o migajas de pan que alguien había arrojado a los pájaros.
Un día fue a visitarle su primo, el ratón de ciudad.
— ¡Oh, primo! ¡Qué sorpresa tan agradable! Aquí en el campo llevo una vida muy tranquila y siempre estoy deseando que vengas a verme. Me pasaría el día entero escuchándote contar cosas sobre la vida de la ciudad. Pasa, siéntate y cuéntame qué hay de nuevo…
— Bueno, la verdad es que no sé por dónde empezar —respondió el ratón de ciudad—. Tengo tantas aventuras y como unas cosas tan exquisitas, que…
—Oh, precisamente iba a ofrecerte algo estupendo —interrumpió el ratón de campo—. Esta mañana encontré una corteza de queso deliciosa —añadió orgulloso.
El ratón de ciudad no daba crédito a sus oídos. Lanzó una sonora carcajada al ver que su primo ponía la mesa.
—¡Pobrecillo! ¡Qué vida más terrible debes llevar! Si lo mejor que puedes ofrecerme son unas cortezas de queso, creo que me iré ahora mismo. ¿Por qué no vienes conmigo por unos días? ¡La ciudad es tan emocionante!
Tras pensarlo un poco, el ratón de campo decidió acompañarlo.
El viaje hasta la casa del ratón de ciudad fue largo y peligroso. Al llegar a la ciudad, procuraron ir siempre por las calles más estrechas, pero incluso en éstas había muchísimas personas, y, lo que era peor, muchísimos coches transitaban haciendo sonar sus bocinas.
El pobre ratón de campo temblaba de miedo cuando llegaron a casa de su primo.
— Creo que me arrepiento de haber venido —susurró al entrar de puntillas en la cocina.
— Pronto cambiarás de idea —respondió su primo, alegre—. Mira lo que hay aquí.
El ratón de campo levantó la vista. Junto a él había una mesa cargada de comida. Era un espectáculo tan maravilloso que olvidó sus temores en un abrir y cerrar de ojos.
— Nunca había visto tantas cosas buenas —suspiró feliz.
—Y podemos probarlas todas —dijo su primo—. Ahora siéntate y te traeré lo más delicioso que jamás hayas probado.
En pocos minutos los dos ratones juntaron una enorme pila de chocolate. Pero antes de poder mordisquearlo, se abrió una puerta y entró corriendo un gran gato.
Escaparon casi volando al agujero que el ratón de ciudad tenía en el zócalo.
— Esto es lo emocionante de la vida de ciudad —se rió el ratón de ciudad.
—Te diré que no necesito estas emociones — respondió su primo—. Es verdad que mi vida es aburrida, pero al menos es segura. Cuando no haya moros en la costa, me volveré al campo y me quedaré allí para siempre.