Santi quería ser diferente. Quería ser más grande, más fuerte, como Roque. Roque era el jefe de la pandilla. El era quien dirigía los partidos de fútbol, sabía qué casas viejas estaban vacías y cómo franquear muros para colarse en los jardines abandonados. Sabía también cómo hablarles a los mayores para que se les pasara el enfado y se rieran.
Pero Santi sólo tenía seis años. No podía superar los muros de los jardines, se le escapaba el balón y los mayores le aterraban.
Santi oyó a Roque reuniendo a la pandilla.
—Venid todos. Como no hay coches que nos estorben, jugaremos al fútbol. Venga, Santi. Unete a nosotros.
Santi movió la cabeza en sentido negativo, aterrado sólo de pensar en los balonazos y en los otros chicos. Estos, imitando a Roque, le llamaban para que se uniera a ellos, y canturreaban: “Venga, Santi. Tonto, más que tonto.” Santi odiaba eso.
Un día que Santi estaba sentado cerca de sus compañeros, oyó sus planes inmediatos. Iban a meterse en la casa número 40. Santi no salía de su asombro. En el número 40 trabajaban unos obreros de la construcción, corpulentos, llenos de polvo, que habían prohibido a los chicos acercarse a las hormigoneras, a los montones de arena y a las carretillas.
Sin embargo aquel día los obreros estaban ausentes, lo que aprovecharían para jugar entre los escombros, las máquinas y los materiales.
Santi se escondió detrás de un coche y estuvo observando a los chicos. Se fueron calle arriba, subieron las escaleras y desaparecieron tras la puerta de la casa número 40. A Santi le parecía increíble que fueran tan atrevidos. Se acercó a la puerta de la casa y oyó a la pandilla riendo y cuchicheando mientras se dedicaban a explorar una sala. Luego se hizo un largo silencio. De pronto, Santi oyó un débil grito. Permaneció inmóvil sobre un montón de arena. Después vio a la pandilla bajar atropelladamente por las escaleras. Continuaron corriendo por la calle. Todos —José, Miguelito, Javier, Pedro, Pablito, Pipo— corrían aterrorizados. ¿Pero dónde estaba Roque? ¿Por qué no estaba con ellos? ¿De dónde procedía aquel grito? Santi estaba empeñado en enterarse. Temblando, subió las escaleras sigilosamente. Aquello era un revoltijo de polvo, paredes derribadas y cables colgando del techo. Santi oyó un extraño ruido, como un gemido.
—¡Socorro! ¡Mamá, papá, socorro!
Era Roque, y estaba en apuros. Santi intentó decirle algo, pero estaba tan asustado que de su garganta sólo salió un débil chillido. El gemido procedía de debajo del suelo. Entonces Santi vio un agujero en el suelo del pasillo.
—¿Roque? ¿Te has caído por este agujero?
—¡Santi, sácame de aquí!
¿Por qué lloraba Roque, un chico tan grande y tan fuerte?
—¿Qué ha pasado, Roque?
—¡Oooh! —gimió Roque— Estoy herido. Rápido, Santi, ayúdame.
Santi estaba hecho un lío. ¿Qué podía hacer?
—¡Ooooh, Santi! Apresúrate. ¿Dónde están Javier y los demás?
—Se han ido corriendo -dijo Santi— Pero yo estoy aquí y voy a ayudarte.
—Ten cuidado, Santi. El suelo ha cedido y me he caído por este agujero negro.
Roque rompió a llorar otra vez.
—Me he hecho daño en la pierna, Santi.
Santi se deslizó a gatas por el suelo y miró por el agujero. Estaba muy oscuro y apenas distinguía a Roque.
—Roque, está demasiado oscuro y no veo nada —dijo Santi— ¿Qué voy a hacer?
—No es momento para perder los nervios, Santi. No vayas a caerte tú por el agujero. Ve a buscar a mi padre. ¡Anda, apresúrate!
—¿Estás seguro, Roque? Podría saltar dentro del agujero y quedarme haciéndote compañía…
—Santi, ve en busca de mi padre.
—Está bien. No te muevas. Iré a por tu padre. No te preocupes, Roque. Tu padre y yo te rescataremos.
Santi corrió a casa de Roque. El camino se le hacía interminable. Al llegar, llamó a la puerta y al timbre. Apareció el padre de Roque.
—¡Rápido, señor Quintana, rápido! Roque está en apuros. ¡Se ha caído por un agujero!
—¿Qué dices, niño?
—¡Rápido, rápido, en el número 40, donde están los obreros de la construcción, tenemos que rescatar a Roque!
El señor Quintana, sin perder un momento, cogió una manta y corrió a socorrer a su hijo.
Le pidió a Santi que sostuviera la manta sobre los bordes desgarrados del agujero. Luego, se deslizó por ella y a los pocos minutos Roque salía del agujero. Santi echó la manta sobre los hombros de Roque. Pobrecillo Roque, tenía un tobillo roto y su padre lo llevó al hospital. La señora Quintana le dio a Santi un gran pedazo de tarta y alabó su valentía y sensatez.
Después de este episodio, Santi fue el mejor amigo de Roque en la pandilla, lo que le parecía tan fantástico como ser el propio Roque. Y Javier, Miguelito y todos los demás se sentían tan avergonzados que no volvieron a cantar aquello de “Santi, tonto, más que tonto” nunca más.