Las mentiras son como las bolas de nieve: a medida que se dicen, crecen y crecen sin parar. Hace mucho tiempo existió un molinero muy mentiroso, que no tenía en cuenta sus acciones, y mentía incesantemente. Su pobre familia pagada las consecuencias, pues su comportamiento era muy reprochable. A nadie le gusta que me mientan y, por lo general, a los mentirosos se les mira muy mal.
Un buen día el molinero se pasó de la raya nada menos que delante del mismísimo rey del imperio. El mentiroso le dijo al monarca que su hija era tan buena con los tejidos que podía convertir la paja (hierba seca) en oro. El rey, que era un ser codicioso y ruin, no se detuvo un momento a pensar que esto debía ser imposible, ya que la diferencia entre la paja y el oro es abismal… Solo un tonto se creería semejante mentira, pero el rey del cuento no era muy avispado que digamos. Y el molinero tampoco, pues puso a su bella hija en un aprieto.
Por muy buena tejedora que fuera, la joven jamás podría sacar de la montaña de hierba que el rey le dio ni una viruta de oro. Sencillamente era descabellado, pero cuando los seres codiciosos y mentirosos se juntan, pasan situaciones inusuales, como la del cuento. Lo peor es que su vida estaba en peligro, pues el rey le había impuesto que convirtiera la paja en oro, o moriría al día siguiente. Ante semejante presión, y sin saber qué hacer, la joven hija del molinero lloró desconsoladamente durante un rato.
De pronto apareció en la misma habitación donde estaba encerrada la joven un hombrecito muy gracioso, que quiso ayudarla en su tarea de crear oro. A cambio de ese favor, el personaje misterioso le propuso un canje. Ella decidió que podía darle su collar a cambio de que hilara la paja y la convirtiera en oro. Fue así como la joven salvó la vida al amanecer del día siguiente, cuando el avaricioso rey llegó a primera hora para comprobar si efectivamente tenía oro en su cuarto. Al día siguiente ocurrió lo mismo, y la vida de la joven fue salvada por el hombrecito. Esta vez la joven le dio su anillo como recompensa por la ayuda.
Pero al rey todo el oro del mundo no le era suficiente, y quiso más. Por tercera noche consecutiva encerró a la joven molinera en una habitación enorme llena de paja. Por suerte, el hombrecito apareció para ayudar a la muchacha, pero esta ya no tenía prendas que ofrecer a cambio. Fue allí cuando el hombrecito le pidió algo muy grande: su primogénito. Ella respondió que sí, sin pensarlo demasiado. Mejor salir de una muerte segura prometiendo la Luna, habrá pensado la desesperada mujer.
Pasó el tiempo y pasó, y la joven se convirtió en reina. Al rey le parecía que una esposa que creara oro de la paja no podía ser mejor opción en el mundo. Cuando menos se imaginaba la joven esposa, apareció el hombrecito para buscar su última recompensa: el niño de los reyes. La reina espantada le dijo que le podía dar cualquier otra cosa que él quisiera, con tal de que le dejara a su hijo, pero el hombrecito fue intransigente.
El hombrecito reamente no era tan malo, y decidió dar una oportunidad a la reina de quedarse con su precioso hijo. Le propuso que adivinara su nombre. Para ello emplearía tres días, al igual que habían hecho tiempo atrás con la paja y el oro.
Por todos lados la reina averiguó nombres, pero ninguno era el del hombrecito. Hasta que llegó finalmente el último mensajero que la reina había enviado a los confines de sus dominios. En un lugar remoto y despoblado había hallado a un enano que se hacía llamar Rumpelstikin. Fue así que la perseverante reina logró salvar a su primogénito.