Cuenta la leyenda de un reino lejano donde vivía un rey muy sabio y bondadoso. De los tres hijos que tenía el monarca, el más pequeño se la pasaba todo el día sentado en su alcoba contemplando el revoloteo de los pájaros. A veces, también ocupaba las horas correteando por el palacio detrás de las ranas.
Nada le interesaba a este príncipe holgazán, ni estudiar, ni hacerle caso a sus padres, y cuando le ordenaban hacer algo, protestaba con arrebatos hasta que se alejaba a su habitación para quedarse nuevamente observando a las aves en el cielo.
– ¡Qué vida tan aburrida! – se quejaba el príncipe sentado en su inmensa mecedora – No soporto esto de ser un príncipe. Quiero crecer ya y convertirme en rey para hacer todo cuanto quiera.
Todas las mañanas se levantaba el chicuelo lamentándose de su vida tan aburrida, hasta que un buen día, apareció sobre su cama una bobina de oro. Con curiosidad, el príncipe la puso sobre sus piernas, y fue entonces cuando se llevó un buen susto, pues la bobina era mágica y podía hablar.
– Hola muchacho. Soy una bobina de oro encantada y este hilo que ves aquí representa cada uno de los días de tu vida. Debes tener mucho cuidado, pues a partir de ahora podrás desenrollar el hilo tanto como quieras, pero nunca, nunca más podrás volver a enrollarlo y los días que hayas vivido, jamás volverán.
Al oír las palabras de la bobina, el príncipe quedó asustado y confundido, así que decidió tirar del hilo solo un poco para ver qué pasaba. Segundos después, y como vio que nada había cambiado, el muchacho tiró un poco más del hilo, y un poco más, y un poco más…
– ¡Ha sido todo un engaño! – gritó decepcionado y apartando la bobina se dispuso a salir de su alcoba.
Sin embargo, cerca de la puerta existía un espejo enorme que el príncipe utilizaba para mirarse cada mañana. Al asomarse en él, descubrió que ya no era aquel muchacho pequeño de cachetes rosados, sino que frente al espejo aparecía ahora un joven maduro y de gran tamaño.
– Entonces, ¿Es cierto? – chilló el príncipe y corrió de vuelta hacia la bobina para tirar del hilo una vez más.
Nuevamente, el joven se asomó al espejo, pero su aspecto había cambiado por completo. Ahora era un señor obeso y con trajes elegantes, tenía una barba tan larga como negra y lo mejor de todo, sobre su cabeza aparecía una enorme corona de oro reluciente.
– ¡Por fin! – exclamó agitando los brazos – Ahora soy el dueño del reino.
Qué emocionado estaba el nuevo rey. Sin duda alguna la bobina había dicho la verdad, y ahora podía controlar el tiempo a su antojo.
– Ahora que soy todo un rey, quisiera saber si algún día tendré una bella reina a mi lado. ¿Y mis hijos? ¿Tendré hijos? No puedo esperar para saberlo.
Y una vez más, se acercó a la bobina y desenrolló el hilo dorado. En cuestión de segundos, apareció junto al rey una hermosa mujer. ¡Era su reina! Pero eso no era todo, pues el rey también pudo ver como correteaban y saltaban por la habitación cinco hermosos pequeñines.
– ¡Qué mujer más hermosa tengo como reina! – clamó el rey llevándose las manos a la cabeza – pero mis hijos aún son muy pequeños. Quisiera saber cómo serán de grandes y cuál de ellos será mi sucesor.
Con el mismo entusiasmo de antes, el rey desenrolló el hilo, una y otra vez hasta que notó que el tiempo había pasado de un golpe. La bella reina se había convertido en una anciana de pelo blanco como la Luna y sus hermosos hijos eran ahora jóvenes apuestos y grandes como lo fue él.
Al mirarse en el espejo, el rey descubrió que su aspecto había cambiado enormemente. Ya no tenía corona ni barba. Sus ojos se habían apagado y su piel estaba arrugada y huesuda. Sin duda, había pasado mucho tiempo, y en la bobina el hilo se había desenrollado por completo.
Un sentimiento de angustia invadió al rey convertido en anciano y cuando quiso devolver el hilo a la bobina se dio cuenta que ya era demasiado tarde.
– Te advertí que tuvieses cuidado – dijo entonces la bobina – Has perdido tu tiempo miserablemente sin disfrutar la vida y ahora no puedes volver atrás. En pocos minutos morirás sin haberle sacado provecho a tu existencia.
Tan pronto la bobina terminó de hablar, el débil anciano se desplomó en el suelo con lágrimas en los ojos. Mirando hacia la ventana, dedicó los últimos instantes de su vida a contemplar las aves que revoloteaban en el cielo.